Magdalenas para la memoria: "Abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior". Seguramente ya reconocieron el principio de "En busca del tiempo perdido", de Marcel Prust; quien no es el único que hace referencia a los atributos del alimento que van más allá de alimentar porque evoca emociones, recuerdos. Porque es nuestro pasaporte personal hacia el pasado y nos mueve a la nostalgia, como aquella concha con nata que probé por primera vez en el café "La Parroquia de Veracruz", cuando mi abuelo me llevó a conocer el mar. Como el sanador caldito de pollo con que me curaban la panza cuando yo era niña. Como la doméstica sopa de fideo que siempre nos remonta a la cocina de mamá, o los guisantes que menciona Galdós en su "Fortunata y Jacinta": "[…] el mejor momento era cuando descascaraba los guisantes en la cocina o cuando ponía los garbanzos en remojo". "Nadie olvida los olores y los sabores de su infancia", sentenció hace mucho tiempo Lin Yutang. Don Alonso Quijano consumía tres partes de su hacienda en alimentase él y a su gente con "Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos. Fogones de otros tiempos que conserva para nosotros la literatura porque hasta los personajes literarios tienen que comer alguna vez. Debe ser esa la razón por la que la tecnología y el glamur han alcanzado también las cacerolas, llevándolas a una sofisticación que me rebasa.
Antes en el mercado yo simplemente comparaba sal, hoy me vuelvo loca al tener que buscar entre la "Sal espuma de mar cosechada a mano como lo hacían Los Mayas hace 2500 años", Sal Trufada que viene de Pietralunga, Italia, la "Grós Sol de Ile de Ré" que nos llega de la Costa Atlántica de Francia, la sal negra con carbón mineral recolectada artesanalmente en las costas asturianas, o la piedra de sal como cuarzo rosa que viene del Himalaya entre algunas otras; antes de encontrar el económico bote de Sal Elefante para consumo de la gente que como yo, no entiende de sofisticaciones.
El aceite de olivo que antes era la única opción, hoy se las tiene que rifar entre el de aceituna primera cosecha, el virgen, el extravirgen y los aromatizados. Con el aceite de aguacate y sus extraordinarias virtudes rejuvenecedoras y el de linaza que tampoco está mal. En cuanto a vinagres hay que elegir entre el blanco, el de vino de crianza, el balsámico de Módena, el Barolo, el Divo añejado en barrica de roble y envasado en finísima botella como un perfume muy fino. El aromatizado con chalote, al ajo, a la pimienta verde y algunas otras variedades que humillan y arrinconan al vinagre sin pedigrí que yo consumo.
En cuanto a las leches, hay que debatirse entre las enriquecidas o las light. Deslactosadas, en polvo, sedosas, de almendra, de soya, de arroz… y no digamos el pan: de 12 granos, de 7 granos, multigrano, de granos selectos, de linaza, de mantequilla o light… Mi post moderna familia que compra el Súper por Internet, no entiende por qué insisto en comprar bolillos calientes todos los días. "Eso ya no se usa", me critican. Pedir un vaso de agua en un restaurante es exponernos al desprecio del mesero que nos atiende; lo menos que podemos pedir es un botellín de la francesa Evian. Ahora que si pretendemos ganar el respeto de quien nos sirve, habrá que ordenar la edición especial de Elie Saab, la italiana "San Pellegrino" o la "Fuensanta" que nos llega del Principado de Asturias. Ya como mínimo la "Pietra Santa" que compite muy bien y es menos cara porque nos llega de los cercanos manantiales del Estado de México.
En cuanto a mí, debo reconocer que la tecnología culinaria me ha rebasado. Los enchufes resultan insuficientes para los artilugios que mis hijos han decidido indispensables para facilitarme la vida, y que van tomando posesión de mi concina mientras yo lo único que necesito es un buen sartén. Ayer mi hija me sorprendió con la noticia de que se ha inscrito nada menos que a un Diplomado de "Nouvelle Cuisine". Lo peor es que me lo dijo con un gesto como de: "yo soy rica y tú eres pobre". Yo que solía creerme la reina de las cacerolas, ahora cada día me siento más arrinconada, pero eso sí, pase lo que pase no pienso renunciar a remojar una concha en mi café con leche. Es de mala educación ya lo sé; por eso sólo lo hago cuando nadie me mira.