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El gol que cruzó el mar

JUAN VILLORO

Una lejana fábula china advierte del tenue contacto entre todas las cosas. Un objeto minúsculo, arrojado al Mar Amarillo, puede afectar costas lejanas. De un modo secreto e inextricable, todo está en todo.

Las mareas llevan mensajes imprevistos a la otra orilla del océano. En Baja California Sur, la ciudad de Guerrero Negro debe su nombre a un barco que encalló ahí. En aguas de cetáceos, el Black Warrior acabó sus días como una ballena varada sin remedio. El restaurante local Malarrimo está decorado con una red que sostiene torpedos, lámparas y otros objetos que las corrientes han llevado al lugar. Las tempestades son la forma más lenta del correo. Tarde o temprano, lo que destrozan llega a algún buzón.

El 11 de marzo de 2011 un terremoto de 9 grados devastó las costas japonesas y un tsunami revolcó coches y casas. Trece meses después, cinco millones de toneladas de chatarra siguen el curso de las mareas rumbo a América. Se trata de una metáfora de la memoria; no todos los recuerdos se conservan ni todos llegan de inmediato; algunos requieren de tiempo para salir a flote. Las piezas sueltas arrebatadas a Japón integran el mosaico disperso de un país.

Algunas de esas señales caerán en manos que no esperaban recibirlas. David Baxter creció entre los hielos y las rocas de la isla de Middleton, Alaska. Trabaja como controlador de radares. Al despegar la vista de la pantalla donde vibran luces, entiende el mundo como un segundo radar en el que debe buscar señas e imponer un orden. Al final de la jornada, se entretiene buscando cosas en la playa. El paisaje no tiene árboles. Una planicie barriada por el viento. Nada detiene la mirada. El único sitio donde se puede encontrar algo es la arena.

Baxter es un buscador de restos traídos por el oleaje. Estaba preparado para ser testigo de cosas menores, pero se encontró con el gol más largo del mundo. En la playa, rodaba un balón.

Los habitantes de Middleton conocen el rápido movimiento del zorro y el escape marino de la foca. Baxter no vaciló en atrapar la pelota. Le llamó la atención que estuviera escrita con caracteres japoneses. Posiblemente pensó que se trataba del mensaje de unos náufragos. Aquellos signos podían ser coordenadas. Algo tenía que haberse hundido lejos para que el balón estuviera ahí.

Es posible que el azar sea otro nombre de la deliberación y los accidentes ocurran para que el destino parezca espontáneo. ¿Cómo explicar, si no, que el hombre que recibió el balón estuviera casado con una japonesa?

Esa misma tarde, Yumi Baxter descifró el enigma. Los caracteres no atestiguaban el naufragio de un barco sino de un país. La pelota venía de Japón, a cinco mil kilómetros de distancia, y pertenecía a Misaki Murakami, un estudiante de 16 años que perdió su casa con el maremoto.

Cinco años antes, Misaki había cambiado de escuela. Sus amigos escribieron sus nombres para que no los olvidara. El balón era un almacén de la memoria. Ahora estaba en manos del observador de radares.

Unos cuantos detalles pueden conformar una historia desaforada: el deseo de unos niños de no ser olvidados, la afición al futbol, la pérdida de una casa, los trabajos del mar, la necesidad de un hombre de caminar con la mirada baja, en busca de un signo en la arena.

Baxter viajará a Japón para devolver la pelota. Acaso esa cita ya estaba prevista. Un balón existe para entrar en una portería. Las cosas presuponen su efecto. De acuerdo con la fábula china, el batir de las alas de una mariposa puede cambiar la vida al otro lado del mar. Todo movimiento, por tenue que sea, tiene consecuencias.

La posibilidad última de una cosa siempre es mágica, puede alterar la realidad en forma inexplicable. Esto no significa que se aparte de la lógica. "La magia es la coronación o pesadilla de lo causal", escribe Borges.

El balón japonés tiene la rara condición de la magia. 19 mil personas murieron con el terremoto y el tsunami en el país mejor preparado para resistir ese cataclismo. Una vez más, la naturaleza volvió a ser un límite infranqueable. Y sin embargo, el balón salió a flote como un anticipo de las cosas que vendrán en los próximos cinco años.

En algún momento el planeta se diluirá en polvo y materia desecha. Pero hay algo que ignora la naturaleza, esa señora impositiva. No todo es tangible: las cosas también son símbolos. Así lo entendieron el fabulador chino que decretó que todo está en todo, el creador de una esfera que bota para producir ilusiones, los niños que la firmaron para convertirla en almacén de la memoria, el adolescente que perdió su casa pero no los recuerdos de lo que ahí existía, el controlador de radares que recoge señas venidas de muy lejos.

El balón regresará a Japón. Es posible que su viaje no termine ahí. Quizá aún tenga una cita pendiente.

Los estadios existen para jugar a la magia. El mundo, para vivirla.

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