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LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU

Por: Jacobo Zarzar Gidi

Por el camino de la vida nos encontramos algunos jóvenes que han perdido la fe en Jesucristo. Lo más increíble del caso es que la gran mayoría de ellos hicieron sus estudios en colegios católicos de reconocido prestigio. Ellos tienen serias dudas acerca de la existencia de Dios y piensan que cuando eran niños se les habló de la vida eterna únicamente para que se portaran bien. Razonando así, se lanzan a “vivir” su tránsito por este mundo en forma desesperada, ansiando tener riquezas, poder y fama lo antes posible, convirtiendo al dinero en su principal dios. No quieren oír nada acerca de la muerte, porque ésta les atemoriza por tratarse para ellos de la última etapa de su vida.

Admiran a los “triunfadores” que están acumulando poder y dinero, y quisieran ser como ellos en un futuro no muy lejano. Estos inquietos jóvenes se encuentran ahora pagando el grave descuido de sus padres que no supieron ser continuadores de aquellas valiosas enseñanzas espirituales que recibieron de sacerdotes, religiosos y monjas.

Perder la fe en Dios es lo peor que puede sucedernos. La fe es una virtud que debemos sembrar diariamente en nuestra familia. Se trata de un venero de aguas cristalinas que fluye mientras nosotros estemos dispuestos a permitirlo. Si en determinado momento lo espiritual deja de llamarnos la atención, el sendero de nuestra vida se tornará agreste, reseco, sin brillo y sin color. Estaremos en riesgo de caer en una grave depresión de la cual hasta el mejor doctor batallaría para sacarnos. Todo será culpa nuestra y con el tiempo pagaremos muy caro ese descuido imperdonable que llegamos a tener con nuestros hijos o con nosotros mismos.

La parábola de la higuera estéril nos enseña que un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente. Situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿Para qué va a ocupar un terreno en balde? La higuera simboliza a todo aquel que permanece improductivo de cara a Dios.

El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar mejores frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador. Recibimos la gracia inmensa del bautismo y se nos ha dotado de un ángel custodio para que nos protegiera hasta el final. Tenemos la oportunidad de recibir a Jesucristo como alimento en la Sagrada Comunión, y nos encontramos constantemente al cuidado del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que Nuestro Señor Jesucristo encuentre pocos frutos en nuestra vida, y tal vez, en alguna ocasión, frutos amargos.

¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? La causa de la esterilidad son la soberbia y la dureza de corazón. A pesar de todo, Dios con su gran paciencia vuelve una y otra vez con nuevos cuidados, con nuevas atenciones. El Señor toca a nuestra puerta y espera que le abramos con entusiasmo y decisión. No da nunca a nadie por perdido, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.

“Señor, déjala todavía este año y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si así da fruto...” Es Jesús que intercede ante Dios Padre por nosotros, que somos una higuera plantada en la viña del Señor. Intercede cuando el hacha está a punto de caer, para cortar las raíces estériles. “Señor, déjala todavía este año....” ¡Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Saber que me quieres Dios mío, y yo continúo con los mismos defectos y con los mismos pecados...! Cada uno de nosotros tiene una misión especial que debemos desempeñar para servir a Jesucristo. A todos nos ha pedido que evangelicemos, a algunos que atiendan a los enfermos, a otros que permanezcan al cuidado de los pobres, a la mayoría que demos el buen ejemplo, pero cuando no respondemos a ese designio divino, se pierde la vocación particular y el llamado de Cristo. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos que ha tenido con nosotros, a tantas gracias concedidas, y sobre todo al sacrificio de la cruz para salvarnos de la condenación eterna.

Cuando pensemos en este tema, examinemos nuestra conciencia: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraría alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Cuando no tomamos en cuenta a Dios para nuestros actos cotidianos, la existencia es un vivir estéril, y eso es lo que tenemos que enseñar a nuestros hijos para que en todo momento se refugien en Jesucristo y obtengan su santa protección. No sabemos de cuanto tiempo más disponemos. Si será uno, tal vez dos, quizás tres años que en un instante pasarán. Es por eso importante tomar conciencia de lo valioso de nuestro tiempo con la finalidad de aprovecharlo mejor para gloria de Dios.

A diario podemos reflexionar ¿qué tanto vivimos con entusiasmo el amor que le tenemos a Nuestro Señor Jesucristo? ¿Lo negamos en público al quedarnos callados cuando alguien se expresa mal de Él? ¿Solapamos por conveniencia personal que nuestro cónyuge o nuestros hijos no asistan a escuchar la santa misa y pasen mucho tiempo sin confesarse poniendo en riesgo su salvación eterna? ¿Permanecemos resentidos con Dios porque no nos concedió un favor que le pedimos? ¿Qué tantos rencores y odios conservamos actualmente en nuestro corazón? ¿Perdonamos ahora con mayor facilidad que antes? ¿Conservamos la esperanza a pesar de los fracasos que hemos padecido? Un gran porcentaje de la población actual de las grandes ciudades vive casi exclusivamente para las cosas terrenas. Su relación con Dios es meramente ocasional. Ellos son campo propicio para que el demonio trabaje intensamente en su alma y salga victorioso, convirtiendo su vida familiar en un verdadero fracaso en el cual proliferan los insultos, la mentira, la desconfianza, la escasez de valores y el engaño.

Es muy hermoso poder decir al final de todo un día de trabajo: “Señor, Tú estás enmí y yo en Ti”, sobre todo después de haber luchado tenazmente contra el demonio y sus artimañas. Si podemos mencionar esa frase con sinceridad, con toda seguridad irá acompañada de una gran alegría interna y de una gran paz espiritual.

Siempre tenemos la oportunidad de cambiar para que nuestras obras correspondan a las gracias que recibimos. Somos portadores de una bendición especial al haber sido seleccionados desde el comienzo de los tiempos por el amor generoso de Dios. Desde ese momento fuimos escogidos para que en este siglo apareciésemos en escena cumpliendo con la misión específica que nuestro Creador nos fijó. Y nosotros le respondemos con esa fría indiferencia que nos mantiene al margen de cualquier sacrificio y de cualquier esfuerzo adicional, porque no quisimos escuchar el llamado que nos permitió conocer la misión encomendada en forma por demás particular.

La frase: ¡Qué dicha he tenido de nacer!, pudiera convertirse en un grito de alegría, de esperanza y de agradecimiento por las bendiciones recibidas, y sobre todo por la enorme satisfacción de ser verdaderos hijos de Dios. “Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella, y le echaré estiércol, a ver si así da frutos...”.

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