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Recordando a Lucy

MARÍA DEL CARMEN MAQUEO GARZA.-

Tengo una sensación muy personal que quiero suponer resulta bastante generalizada. Conforme aumenta la edad nos percatamos de mejor manera del valor del tiempo. Hace días, en el afán de ordenar carpetas de archivos en la nube, me topé con dos simpáticas fotografías de mi fiesta de cumpleaños número 8: En la primera aparezco con mi mamá y en la segunda con el grupo de niñas invitadas. Aburrida de traer fleco, esa misma mañana tomé las tijeras del costurero materno y me lo corté. Quedó aquello, como los carrizos en la ribera del Bravo, los restos de fleco de distintos tamaños, alborotados viendo al cielo. La segunda fotografía, de la que quiero hablar, retrató a las primas y amigas que me acompañaron aquella tarde de sábado. De entre ellas destaca muy en particular Lucy Gómez que, desde que puedo recordarla, siempre fue una niña con una actitud muy positiva, y así aparece en la fotografía. Descendiente de inmigrantes españoles, nacida en el seno de una familia muy amplia y trabajadora, que demostraba su amor a la tierra adoptiva sin olvidar nunca sus orígenes. Cada año acompañaba a Lucy, sus hermanos y su mamá Delia a las celebraciones de la Covadonga, donde aprendí de qué es capaz un corazón dividido por un océano, amando por igual ambas identidades. Por cierto, su familia fundó la primera "Soriana", tienda comercial de venta de telas, en pleno centro de Torreón. Ya más delante la marca se diversificó y se extendió a lo que hoy conocemos como un emporio industrial y comercial.

En mi adolescencia, por boca de mi mamá me enteré de que Lucy tenía leucemia. Yo cursaba el primer año de Medicina, así que poco sabía de variedades del padecimiento, pero sí me pareció que, de entrada, el asunto era grave. Después de las primeras valoraciones médicas, Lucy comenzó a recibir tratamientos, en esos tiempos casi experimentales, con plasmaféresis en la ciudad de Houston. A las pocas semanas un grupo de la facultad hicimos un viaje a dicha ciudad texana para un congreso de patología, más como paseo que otra cosa. Junto con una querida amiga de aula nos escapamos a la zona de hospitales, y en menos que canta un gallo, ya estábamos en la habitación de Lucy. Su sorpresa al mirarnos no fue menor. En seguida me preguntó: Sí sabes qué tengo, ¿verdad? Por falso pudor, o prudencia o por no echar de cabeza a mi mamá, respondí que no. Entonces me habló de su diagnóstico y de la función de la máquina en su organismo. Ella estudiaba enfermería y estaba familiarizada con términos y procedimientos. Me relató su padecimiento con tal serenidad, como si estuviera platicando de un paseo por la alameda.

Supe de Lucy en forma intermitente: Revisiones exhaustivas, ciclos de quimioterapia; alguna recurrencia. Advertencia de no embarazarse hasta 5 años después del alta definitiva. Casi lo cumplió: Se casó y pronto estuvo embarazada del primero de sus dos hijos. Continuó sus valoraciones periódicas y durante una de ellas, por una anemia severa tuvo que transfundirse; por una complicación del procedimiento ella falleció. Partió del plano físico, dejando un enorme legado de amor por la vida.

Esta vez, cuando miraba la foto, resaltaban sus cabellos cortos y rizados debajo del gorrito de fiesta, y la mirada divertida en esos grandes ojos cafés. Pude recordar muchos momentos que pasé con ella, Loli su hermana, sus papás, la tía Aracely y el resto de su familia. Constaté, una vez más, cómo hay seres humanos que pasan por la vida durante un corto tiempo, cual estrellas fugaces, pero dejan un rastro que jamás se borra. Este período de encierro que nos está tocando vivir, ha sido un espacio para la reflexión, para detenernos un momento a analizar qué estamos dejando a nuestro paso y cómo podrán recordarnos cuando nos hayamos ido. Qué actitud corresponde asumir hacia los demás, frente a los eventos que nos toca vivir, y con nosotros mismos. Cómo nos podemos enfundar esa actitud positiva de Lucy, evitar centrarnos en lo malo que nos sucede y entenderlo como parte de un universo que nos conforma, una parte más con la que hay que vivir, colocando siempre por encima nuestra mejor actitud.

Después del libro "La alegría de vivir" del holandés Phil Bosmans, han salido al menos dos homónimos, el de Yongey Mingyur Rinpoché, conocido como el hombre más feliz del mundo, y en fechas recientes el del empresario Barry Shore, quien da testimonio de su proceso de recuperación a lo largo de 20 años, después de que, de la noche a la mañana, quedara cuadripléjico por un Síndrome de Guillain Barré.

Leer estos libros es una manera de conectarnos con la invitación a vivir al máximo. Leernos en el espejo cada mañana, es un modo contundente de asumir que en nosotros está lo que vamos a dejar a nuestro paso.

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Escrito en: contraluz

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