Benedicto XVI ya no siente lo duro sino lo tupido. Durante su papado le han ido estallando en la cara un escándalo tras otro. Algunos de su propia factura, como citar imprudentemente a un oscuro escritor medieval que ponía a la religión musulmana como trepadero de mapache; otras, por línea consanguínea, como el hecho de que su hermano azotaba con particular gusto a los niños del coro a su cargo (que así daban mejor el do de pecho, suponemos). Pero sobre todo, por las centenas de casos de pederastia clerical que han venido saliendo a la luz pública en la última década, y con los que ha tenido que lidiar el otrora Panzercardenal.
Lo que ha indignado a todo el mundo es la tendencia de la jerarquía eclesiástica a, por un lado, evitar a toda costa que las víctimas revelaran la depravación de los pastores; y por otro, de proteger a éstos de manera que las autoridades civiles no les echaran el guante, moviéndolos de una parroquia a otra, e incluso a un país distinto. Es esta labor de encubrimiento, de procuración de la impunidad, lo que ha encolerizado a mucha gente, con justa razón.
Por supuesto, en las organizaciones jerárquicas y burocratizadas solemos encontrar el afán de proteger a los suyos: vean nada más la poca vergüenza que les da a nuestros diputados abusar hasta el ridículo de su fuero, y el que nadie mueva un dedo para acusar a un colega de la legislatura. Pero lo hecho por la Iglesia Católica alrededor del mundo señala hacia un mal todavía peor: que las jerarquías y la casta sacerdotal toda no han asimilado su nuevo papel en el mundo. Nuevo, es un decir: ya tiene sus buenos dos y medio siglos. Pero a muchos prelados, al parecer, no les ha caído el veinte de que el Estado secular y laico puede juzgarlos y sentenciarlos, dado que ya no tienen privilegios. Porque, da la casualidad, los delitos que cometen los clérigos pueden y deben ser juzgados como los de cualquier hijo de vecino.
Para explicar esta ciega actitud, debemos dar un recorrido por la historia de la Iglesia; y entender que las malas mañas tardan en desaparecer.
El cristianismo nace como una secta judía que en los primeros tiempos se las ve negras para sobrevivir. Ello cambia cuando Paulo (o Saulo, el del Centro) de Tarso tiene una revelación (en la Antigüedad, las caídas de caballo tenían efectos secundarios serios), se convierte, y empieza a difundir el mensaje de Jesús el Cristo entre los gentiles o no judíos, fundamentalmente en el mundo helenístico: lo que hoy son Siria, Turquía y Grecia. Una religión de paz, fraternidad, igualdad, que promete una recompensa después de la muerte, tiene un enorme atractivo en una sociedad llena de injusticias y brutalidad, en donde un alto porcentaje de la población son esclavos. Por ello, el cristianismo se va a expandir como fuego en pastizal. Y aunque el poderoso de aquel entonces, el Imperio Romano, intentará frenar esta exótica y subversiva doctrina, que pretende un mundo distinto, no tendrá éxito. Para principios del Siglo IV (d. C., obviamente), el cristianismo es la fe dominante del Imperio, y para efectos prácticos su religión oficial.
Ahí empezaron los problemas: la Iglesia se hizo cada vez más vigorosa en lo político y económico. La organización otrora de pobres y perseguidos empezó a tener más bienes materiales, más poder sobre hombres y haciendas (y el poder siempre corrompe). Para controlar mejor la nueva situación, los Concilios determinaron qué creer y qué no, quién era cristiano y quién no; y los que no, a freír espárragos: eran herejes... según la burocracia eclesiástica. Actuaron como buen régimen autoritario: lo primero es remover a los latosos.
Al empezar el siglo V, al Imperio Romano le cayó el chahuistle, en la forma de hordas de pueblos germánicos que anhelaban disfrutar de la paz y el orden romanos, que rompieron las frágiles fronteras del Rin y el Danubio. Durante décadas el poder romano hubo de enfrentar a francos, visigodos, ostrogodos, vándalos, suevos, las porras del Monterrey y otros bárbaros. No la hizo. En 475 cae Roma en poder de uno de los grupos de invasores, y el Imperio Romano de Occidente llega a su fin. El de Oriente, con el nombre de Bizantino, se sostendrá un milenio más. Pero ése al rato dejará de obedecer al Obispo de Roma, y siempre estará más atento a las amenazas de árabes, búlgaros, persas y turcos: lo que ocurriera en Occidente le importaba un sorbete.
La caída del Imperio Romano es lo más cercano al fin del mundo que ha conocido Occidente: de pronto nada funcionaba. La eficiente administración pública romana se derrumba; el orden que había prevalecido durante generaciones se colapsa; la paz y seguridad de antaño quedan a merced de los más fuertes y gandallas. La única institución que sigue funcionando es la Iglesia Católica... la cual se apropia de funciones y símbolos del antiguo orden romano. El Papa de hecho tomó uno de los títulos del emperador romano: Pontifex Maximus.
A medida que la situación se fue estabilizando en Europa Occidental, pronto quedó claro que había dos poderes: el secular, del rey, condes, duques, señores feudales y otros parásitos aristocráticos; y el religioso, del Papa y los obispos, abades, priores y demás parásitos eclesiásticos. Los cuales, todo hay que decirlo, preservaron lo poco que se pudo salvar de la cultura y civilización grecorromana. Pero lo importante para lo que discutimos, es que durante más de un milenio la Iglesia no le respondía más que a sí misma: perseguía a sus herejes, juzgaba a sus cuadros, imponía su orden y su ley hacia adentro. El poder secular prefería dejarlos hacer antes que meterse en broncas con Sus Eminencias. Y aunque hubo enfrentamientos entre el Papa y el Emperador (especialmente en el siglo XIII), el status quo no se modificó notablemente: durante más de un milenio, la Iglesia se acostumbró a que nadie se metiera en sus asuntos. La ropa sucia se lavaba en casa.
Hasta que, a partir del siglo XVI, esa excepcionalidad empezó a ser retada. Primero por la reforma protestante; y poco después, por las corrientes de pensamiento del racionalismo y el cientificismo. El dogma fue cuestionado por los descubrimientos científicos y las leyes naturales. La obligatoriedad de la ortodoxia, por el principio elemental de la libertad de conciencia. Las ideas del Siglo XVIII le dieron la puntilla (bueno, en teoría) a la antigua posición de preeminencia Si los hombres somos iguales, ¿por qué habían de tener privilegios aquellos que portaban sotana? Si soy un humano racional y libre, ¿por qué me han de obligar a creer en tal o cual deidad? La culminación de este pensamiento llega con la creación de la primera república moderna del mundo, los Estados Unidos. Jefferson se aseguró que se erigiera "un muro entre el Estado y la Iglesia" (la que fuera): el laicismo del Estado garantiza las libertades de todos. Y nadie estará fuera de las leyes civiles, del fuero común.
En México ello se logró hasta la Reforma, hace 150 años. En mayor o menor medida, ese fue el camino de todo Occidente. Pero como que muchos prelados y jerarquías no entendieron las lecciones de la historia, queriendo ir a contrapelo de lo hecho los últimos tres siglos. Y por eso pretendieron salirse con la suya: por negarse a aceptar que ya son sólo una parte más de la sociedad, obligada a obedecer las leyes de los hombres. Como que por ahí va la cosa.
Consejo no pedido para resultar bendito entre las mujeres: lea "El nombre de la rosa", de Umberto Eco, sobre la gestación del pensamiento moderno y el aferramiento al viejo orden. Provecho.