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Rumbo al estado fallido

Sobreaviso

René Delgado

En el exterior se comienza a percibir a México como un Estado fallido, en el interior no.

Dentro del país, la élite política no advierte el peligro de la inestabilidad, el crecimiento de la violencia y el descontento social, en suma, de la ingobernabilidad. Por lo mismo, no está dispuesta a moverse un ápice de su conducta tradicional, siendo que la circunstancia exige precisamente cambiar.

La gravedad de la situación nacional no conmueve a esa élite. Por el contrario, la reconfirma en la idea de echar mano del socorrido recurso y discurso del “aquí no pasa nada”. Y, en esa lógica, norma su movimiento a partir de muy viejos principios: uno, mientras en el país no se sepa la gravedad de lo que ocurre, la realidad no existe; dos, mientras el problema se maneje como un asunto de imagen, muy poco importa lo que suceda; tres, mientras el crimen organizado aparezca como el origen de todos los males, nosotros (la élite política) podemos seguir cometiendo nuestras tropelías; cuatro, mientras se sostenga la noción de que la crisis es sólo económica, las otras crisis no tienen impacto; y, cinco, mientras se traslade el peso de la crisis a la sociedad, no hay por qué reducir nuestro propio ritmo de gasto ni por qué modificar nuestra conducta.

Así, irresponsablemente, el grupo en el poder avanza en la dirección justamente que conduce a un Estado fallido. Un Estado frágil por la pérdida del dominio y el control del territorio, frágil porque ya no es suyo el monopolio de la fuerza ni el de tributo, y frágil también por la distancia que el Gobierno y los partidos ensanchan con la sociedad, poniendo en riesgo el concepto de nación.

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Es cierto que muchas de las variables que alientan la percepción de México como un Estado fallido están fuera del control de la élite en el poder. La situación económica depende en mucho de factores externos y, en cierta medida, el acotamiento del crimen también tiene que ver con el mercado del consumo de la droga. En esos dos campos, no puede exigírsele mucho a esa élite política, pero fuera de ello, se echa de menos la falta de compromiso del grupo en el poder para fortalecer y consolidar instituciones y conductas directamente relacionadas con el Estado de Derecho, la democracia, la justicia y, si se puede llamar de ese modo, la carga compartida de la crisis económica.

Lejos de ver ese compromiso de la élite en el poder, lo que se advierte es el fortalecimiento de la impunidad, la corrupción, el cinismo y la desvergüenza políticas como un código de conducta que, sin duda, vulnera brutalmente la confianza ciudadana en el valor de la autoridad y ensancha la distancia de la sociedad con su Gobierno, entendiendo por éste no sólo al Poder Ejecutivo.

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En el campo del combate al crimen, llaman la atención dos cuestiones. La falta de compromiso de los gobiernos estatales y municipales en la cruzada y el solapamiento, en el Gobierno Federal, de las diferencias y la falta de coordinación entre las instancias que deberían actuar como una sola.

El desafío que el crimen impone al Estado mexicano, la élite lo entiende y lo explota como un problema exclusivo del Poder Ejecutivo. A la causa de acotar al crimen no se suman en serio ni el Poder Legislativo, ni el Judicial como tampoco los gobiernos de los estados.

Tal falta de coordinación y compromiso no escapa a la sociedad, que advierte en la cruzada un esfuerzo cuyo destino es incierto y, en el cual, está condenada de antemano a pagar los yerros. Peor aún, en la idea de que el problema es de la exclusiva competencia del Gobierno Federal y no del Estado en su conjunto no faltan quienes ven la posibilidad de sacar raja política. Si el crimen gana esa batalla, el resultado será el de un Gobierno fallido y, entonces, de la ruina nacional buscarán obtener su beneficio.

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En el campo de la crisis económica, ni por asomo el Gobierno ni los partidos han mandado señales de que ellos también cargarán con parte de ella. Sí elaboran planes anticrisis, sí convocan a foros para ver qué hay que hacer para crecer, pero salvo algunas medidas adoptadas por el Gobierno capitalino, ni el Gobierno Federal ni el Congreso ni el Poder Judicial y mucho menos los partidos han levantado la mano para reducir su propio gasto en beneficio de la sociedad. No, eso sí no.

El mensaje a la sociedad es terrible. La élite le dice qué hay que aguantar, dónde apretarse el cinturón, cómo resistir la carga fiscal, por qué mantener el precio de los combustibles, cómo llorar la pérdida del empleo, pero ni por error ofrece bajar el gasto de la burocracia dorada que constituye. Ahí, en lo suyo, las tijeras pierden filo. En particular, los partidos en vez de servirle a la ciudadanía, se sirven de ella. Crisis o no, no proponen reducir el monto de sus prerrogativas ni el despilfarro de recursos en la campaña electoral. La democracia es cara, aguántense, casi le espetan a la sociedad.

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En el campo electoral, lo que hasta ahora se ha visto es una gran invitación a reponer el abstencionismo como la mejor forma de participación y, por lo mismo, legalizar sin legitimar a quien ocupe un lugar en el Congreso.

Cuadros políticos profundamente desacreditados levantan la mano como precandidatos y reclaman ser considerados a la dirigencia de su respectivo partido, dándole la espalda a la ciudadanía.

El hijo, el nieto, el hermano, el compadre, el cómplice, el socio, la amante, el ex colaborador inútil, el gatillero, el travestí de esa élite política exigen ocupar una curul, como si la desmemoria del electorado borrara su trayectoria, su incongruencia, su ineptitud y, frecuentemente, su impunidad.

Así, el grupo en el poder consolida la idea de que el Congreso no es un órgano de representación popular, sino patrimonio exclusivo de esa misma élite, donde si algo hay que representar son los intereses de éste o aquel otro grupo o corriente, los intereses de éste o aquel otro monopolio gremial o empresarial. Ya en campaña se echará mano de la mercadotecnia para acreditar a los candidatos ante el electorado que, en el fondo, no tiene de dónde escoger.

A la par de ese ejercicio para renovar la membresía en esa élite, las alianzas entre los partidos evidencian cómo muy poco importan programas y principios, si de ganar plazas y posiciones se trata. Si con esas alianzas se da vida artificial a grupos políticos que por sí solos no existirían, o se sacrifican políticas, ésas sí, del interés nacional o se revitaliza el corporativismo da lo mismo.

A fin de cuentas, los costos recaerán en la sociedad, no en esa élite que ve en la elección un simple ejercicio de regeneración, depuración, reciclamiento o sobrevivencia de sí misma.

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En cualquier Estado cuando la impunidad, el cinismo y la desvergüenza se instalan como el modo de ser la élite que lo gobierna, las instituciones comienzan a resentirlo hasta que asoma en ellas la fragilidad. Más todavía cuando ese Estado arrastra problemas estructurales. En ese punto, las élites (políticas o no) se amafian y, en la desesperación, la sociedad deja de distinguir al Estado de sus actores y detractores. Es cuando los Estados fallan. Increíblemente, en esa dirección camina la élite en el poder. Correo electrónico:

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