En un famoso discurso pronunciado el 21 de septiembre de 1827, José María Luis Mora bautizó con el nombre de empleomanía, el furor con el que el nuevo Estado se disponía a crear y a multiplicar los puestos públicos. Frente a la tradición colonial que reservaba la administración a una casta de privilegiados, los gobiernos del país recientemente independizado se dedicaron a inventar cargos y aumentar dependientes.
El Estado no se dirigía a procurar beneficios colectivos, a asegurar la Ley o a proveer educación para los ciudadanos. Su propósito era otro: dar trabajo. El régimen colonial reservaba los privilegios a sus cortesanos: ahí estaba en exclusiva el poder y el influjo. Los primeros gobiernos independientes pensaron que, para constituir la igualdad, había que multiplicar los cargos públicos.
Mora veía con horror esa práctica: económicamente era ruinosa, envenenaba la vida pública y corrompía a los ciudadanos. En su ensayo, Mora recoge las advertencias de Constant sobre la libertad de los modernos: no se ejerce la libertad al estar dentro del poder sino al permanecer a salvo de él. El liberal mexicano entiende que la propensión burocrática del Estado mexicano es una amenaza seria a las libertades: por un lado engorda al poder; por el otro degrada a los individuos. La empleomanía era un recurso político para extender el influjo de los gobiernos sobre la gente. Usar las arcas públicas para cultivar lealtades y gratitudes: el que mucho da mucho manda. No había grandes secretos en el operativo: los dependientes se volverían incondicionales del benefactor.
La empleomanía era una adicción política con terribles consecuencias económicas. Un Estado dedicado a generar empleo dentro de sí mismo, lo obstruye fuera.
La mira no está en el resultado de la acción pública sino en la multiplicación de los subordinados. Los empleos se multiplican así sin consideración a su necesidad. Pronto el Estado se ve repleto de empleos innecesarios que exigen enormes gastos públicos y, en consecuencia, aumento de impuestos. "Desde que una cantidad cualquiera de riqueza se destina a un uso improductivo, se debe tener por destruida y lo es efectivamente. Ahora, pues, no hay cosa que menos produzca que los empleados innecesarios, ni hay cosa que más aumente su creación que el aspirantismo y la empleomanía".
La empleomanía generaba un vicio adicional: el aspirantismo, esa ambición de encontrar cobijo de por vida en la comodidad burocrática. El anhelo del puesto público era, a ojos de Mora, contrario al espíritu de trabajo. La costumbre de vivir de sueldos, decía él, "destruye la capacidad de invención y de perfectibilidad". La empleomanía cancela el espíritu activo de un pueblo. La base de la dignidad personal estaba en el trabajo independiente, ese que no necesita abatirse ante el poder ni mendigar su subsistencia. Esas eran las lacras del aspirantismo: lejos de ser la administración pública un ámbito de servicio, una asamblea de talentos donde los recursos públicos se emplean con eficiencia y austeridad, la empleomanía era un atolladero de mediocridades.
El vicio tenía, desde luego, un vínculo con la estructura política. Útil a los jefes de partido, era devastador para la vida republicana. El nervio crítico de la ciudadanía quedaba anulado por la dependencia laboral. No se conformaba la administración con un cuadro de talentos y capacidades sino con leales defensores del patrón.
La empleomanía era moralmente perniciosa por hacer de la adulación el peldaño del éxito. El adulador no tiene opinión propia ni palabra sincera; es un bulto de odio a quien amenace su tranquilidad. Es aquí donde Mora, el liberal, hace una lectura republicana de los vicios de la empleomanía: cuando las instituciones públicas pierden de vista el interés general y se entregan a la tentación del burocratismo, se carcome su esqueleto cívico. El liberal mexicano concluye con acento romano: "la libertad es una planta que no puede germinar sino en terreno vigoroso; el fango y la inmundicia son incapaces de nutrirla".
No son muy distintas las desviaciones de la administración pública contemporánea. En las alturas burocráticas y en las filas sindicales, la empleomanía campea. Partidos financiados jugosamente por el Estado, sindicatos que depredan la empresa pública. El Estado empleador se vuelve sirviente de sus integrantes.
La empleomanía se ha convertido en la madre de una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: cobijado por la retórica estatista, envuelto en el discurso de la soberanía nacional es refugio de la nueva privatización del Estado. Las líneas de D'Argenson que Mora coloca como epígrafe de su ensayo pueden ser buena conclusión: "Administradores, hacendados, políticos, togados, cortesanos, militares, todos pretenden satisfacer el lujo por empleos lucrativos. Todos quieren dominar o servir al público, según dicen, y nadie quiere ser de este público".