A propósito del recién celebrado Día del Maestro, no hay mejor ocasión para reflexionar sobre tan vituperada celebración y acerca de tan deteriorado personaje, ya que es de todos conocido el doble discurso con el que, en México, nos referimos a los profesores; por un lado el reconocimiento discursivo de que no hay nadie más importante en el aula y en la escuela que el maestro, detallándose incluso una serie de atributos deseables que el “profe” debiera tener siempre; y por otro lado las pésimas condiciones laborales y salariales que los mentores tenemos.
Es frecuente escuchar que, en la mayoría de los casos, los profesores somos los responsables del fracaso escolar de los estudiantes; cuando existen estudios científicos en pedagogía y evaluación que han demostrado que los resultados del aprovechamiento escolar son multirreferenciales; es decir, competen a los alumnos, profesores, métodos, planes y programas de estudio, escuelas, familias y comunidad.
Los escenarios que acompañan al docente en su diario trajín laboral son, en muchas ocasiones desoladores, además de interpelarlo respecto a la eficacia y la trascendencia de su tarea.
¿Somos Quijotes lidiando contra molinos de viento? ¿Somos generales que enarbolan la bandera blanca rindiéndose ante la superioridad del enemigo?, Me parece que ni una cosa, ni la otra. Entonces ¿qué somos? Somos brasa encendida, nexo del presente con un futuro esperanzador; somos la fuerza que mueve, el cariño que motiva y la palabra que descubre cultura.
Las características de nuestra condición humana que por vocación, abrazan a la docencia, es la que nos permite tolerar y enfrentar la desesperanza de no poder actuar y corregir de inmediato la adversidad del fracaso escolar.
Sólo desde la vertiente educativa es posible responder al reto que la situación actual nos formula insidiosamente; el ser y reconocerse profundamente educadores es la clave para sortear con éxito la candidez y el pesimismo.
Ser educadores, entraña un compromiso histórico y social, precisamente porque el propio quehacer se resuelve en la cotidianidad de la relación profesor-alumno. Asumir esa relación, exclusivamente como obligación meramente formal, es desgajarla de su real sentido, pues supone desconocer que la historia se forja con el aporte de biografías personales y el docente con ocasión de su quehacer retiene para sí el privilegio de escribir en ellas.
¿Acaso la relación alumno-profesor no constituye el medio idóneo que coloca al docente en una posición expectante ante la sociedad, porque con su acción contribuye y en cierta manera hace historia?
El docente es dueño y señor de su aporte teórico, técnico y humano; no obstante, no lo es del resultado de los mismos. Tal paradoja afirma que la educación no es un fenómeno colectivo sino un prodigio personal, porque se hace con y por el consentimiento libre del educando.
Los resultados inmediatos vía estímulo-respuesta reducen la acción educativa a la mera instrucción, aún cuando aligeran y soportan la tarea del docente. Educar a la persona no tiene el ingrediente del refuerzo inmediato, porque apunta a la formación del criterio, a la transmisión de valores y estilos de vida; dejando el comportamiento y la conducta a la elección del educando. La relación efectiva entre criterio y libertad personal será la interrogante que (muchas veces) el docente no ve despejada, pero le queda la seguridad de que su esfuerzo, con el tiempo, valió la pena.
El docente ha tenido que ir y actuar siempre contra corriente. Por lo tanto, no debemos asombrarnos, desconcertarnos o desanimarnos porque los vientos no juegan a nuestro favor. La situación actual es compleja y global, dado que en ella convive toda una gama de problemas que van desde los éticos hasta tecnológicos, lo que puede hacernos dudar acerca de la eficacia de nuestra tarea educativa.
La educación es un proceso de largo aliento. Su fin es el perfeccionamiento de la persona y el límite que cada sujeto tiene, también viene limitado por las circunstancias, recursos y posibilidades que se tienen en concreto.
La perfección no se obtiene de golpe y de una sola vez, sino por etapas y tiempos (en aproximaciones sucesivas, diría yo). Este mecanismo es un hecho educativo y se halla tejido de metas y objetivos parciales que en el tiempo se van logrando. La educación no es ni atemporal ni estática ni menos extraordinaria. Más bien apunta a la gradualidad de lo que se enseña y de lo que se aprende.
Cuando logramos “meter” a nuestros alumnos en el presente, en el ahora, son capaces de saborear los logros que este tiempo les permite. ¿Qué se consigue en el presente? Logros en apariencia sencillos, pequeños y ordinarios, pero asibles. Lo importante es que se tenga la posibilidad de poseerlos, de hacerlos propios. Miguel Ángel Martí afirma: “Vivir ilusionadamente consiste, entre otras muchas cosas, en poner nuestras ilusiones al alcance de nuestras posibilidades”.
El docente tiene, además, su condición de líder para revertir el presente y abrirse con seguridad a la conquista del futuro. Entregar las cosas contempladas y demostrar que lo pequeño es hermoso en materia educativa, será posible si las acompaña con un efectivo liderazgo, que parte del saber y de reconocerse como conductor calificado.
Por último, el crecimiento personal es la condición que marca la misión del líder. Aquél contribuye mostrando alternativas para que “el otro” (el alumno) se autodetermine a progresar en su desarrollo como persona. Al decir alternativas no sólo se hace referencia a proposiciones razonables o mensajes con contenidos positivos. Apunta a más. Se hace hincapié en el esfuerzo y lucha que libra el líder por crecer él mismo como persona.
El desarrollo personal, al adquirir virtudes o corregir defectos, incide en la calidad de los aportes y en la percepción real y comprensiva de los demás. El propio movimiento por ser mejores se convierte en patrimonio personal que, como hecho experimentado, se torna en actitud de servicio: procurar siempre que el alumno sea mejor que uno. Servir es proponerse como medio para que los estudiantes logren sus fines. He aquí la grandeza del verdadero líder: el que inspira, motiva y mueve conciencias. Su tarea más importante será la formación de las nuevas generaciones y a partir de ella, la trascendencia del maestro estará garantizada.
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