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La negación de la belleza pública

Jesús Silva-Herzog Márquez

Me entero por el cartón de Paco Calderón que los berlineses han modificado la ley para castigar con mayor severidad a los grafiteros. Hasta tres años pueden pasar detrás de los barrotes quienes pinten en las paredes de las casas o las bardas, sin permiso de los dueños. Al parecer, el grafiti es caro para la capital alemana. La alcaldía de Berlín tiene que destinar cincuenta millones de euros al año para borrar la pintura del spray. No es extraño enterarse de que algún juez europeo o norteamericano meta a la cárcel a alguien por rociar de pintura la pared ajena. A principios de año un juez catalán impuso una pena de dos años de cárcel y una multa de 2,400 euros a un agresor de aerosol que se dedicaba a pintar en las estaciones del Metro de Barcelona. En Inglaterra se ha desarrollado una polémica por el encarcelamiento de dos grafiteros de Manchester. Lo que para algunos es un acto vandálico para otros es una forma de expresión, un mecanismo ancestral de comunicación y de denuncia.

Sin embargo, prevalece la noción de que el grafiti es un abuso, un ataque a la propiedad de otros y una afectación severa al espacio público que debe ser castigada. La pinta ilegal no es una simple falta sino, plenamente, un delito que merece la pérdida de la libertad. No son, por cierto los alemanes los más severos represores del grafiti. En los países nórdicos el castigo para los grafiteros puede ser un sexenio tras las rejas. Y no imagino qué pudiera sucederle al distraído que pintara accidentalmente una pared en Singapur.

El asunto evoca temas que apenas se discuten. Por una parte, la ruina del espacio público mexicano. Caminar entre paredes grafiteadas es deslizarse entre la basura. Los muros como tiraderos: atacados por personajes anónimos y arrebatados de sus dueños. Hace unos años, José Antonio Aguilar Rivera escribía un brillante ensayo sobre las banquetas mexicanas. Nuestras aceras son tierra de nadie. Los particulares saben que las banquetas son de todos, pero, en realidad, son más mías que de los demás. Las banquetas pertenecen a los vecinos que pueden extender su casa hasta la calle. Pertenecen también a los comerciantes quienes están convencidos de que forman parte de su derecho natural al trabajo.

Los franeleros, por su parte, saben bien que una cubeta es la marca de una propiedad incuestionable por la que pueden cobrarse derechos de paso. Transitar por las aceras de la Ciudad de México es una aventura fastidiosa. Su ancho varía constantemente; sus materiales cambian de casa a casa; están sembradas de coladeras, postes y bazares que bloquean el paso. Las banquetas, dice José Antonio Aguilar, son el emblema perfecto de la impunidad imperante en nuestro país y de una inexistente cultura de lo público. La más salvaje de las privatizaciones.

El grafiti expresa, a su manera, esa desolación de lo público. El aerosol es un tatuaje rudo que impone la voluntad de un grafitero sobre la voluntad del dueño y sobre los gustos de una comunidad. El spray no solamente garabatea la casa y redacta mensajes indescifrables con caligrafía misteriosa. Estas firmas, recados y dibujos cancelan la esperanza de algún orden estético en el barrio. Viñetas del caos que habitamos.

Pero, además de negar una mínima coherencia visual, estas ilustraciones de nuestra anarquía son también la negación de la belleza. No solamente hemos cancelado los espacios comunes. También hemos liquidado las posibilidades de un orden visual. Hablar de ello parece una ridiculez, una cursilería aristocrática y de otro tiempo. Pero, ¿qué es de una sociedad, de una ciudad que considera socialmente irrelevante la elemental consideración estética? ¿Qué es de una ciudad que no incorpora a sus proyectos una dimensión creativa, artística, visualmente estimulante? Esta dimensión de lo público no es irrelevante.

Circundada por la fealdad, por la suciedad y el desorden, la ciudadanía es incapaz de arraigar esmero por lo común. No puede, siquiera, concebirlo. Se cuida lo que se siente propio, se cuida lo se estima valioso. Al asumir el Gobierno de lo que todavía era Checoslovaquia, Václav Havel, el dramaturgo disidente, apuntó que una de las marcas más notables del totalitarismo era su mal gusto. La dominación totalitaria no solamente le arrebataba el sentido a las palabras e imponía un mercado de mentiras, sino que despojaba al mundo de todo sentido estético. Regar la democracia naciente implicaba también recuperar el aprecio por lo bello.

Una historia del siglo XX mexicano deberá registrar en toda su magnitud la negación de la belleza pública y esa terca demolición de nuestras maravillas. Esa historia es un cuento de catástrofes y despropósitos que continuamos afanosamente. La corrupción, la falta de planeación, el capricho político, la vulgaridad de nuestra clase empresarial y la dejadez ciudadana han conspirado por la fealdad. Su triunfo está a la vista: ciudades ocupadas por esperpentos arquitectónicos; paisajes invadidos por cables, tambos y anuncios; patrimonio y herencia demolidos, parques y plazas asaltados, barrios destrozados. Basureros habitados.

Insisto: el problema no es lamentación de decoradores. La fealdad que nos hemos empeñado en promover es un problema urbano, cívico. La belleza no es un lujo, un reclamo superficial que no debe distraernos de lo verdaderamente importante. ¿No tenemos algún recurso frente a la imposición de la fealdad?

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