Felipe Calderón ha construido cierto prestigio como realista. Un político sensato que ha descifrado las dificultades del momento y ajusta su conducta a los confines de lo que es posible. No ha disparado tiros al aire. Ha modificado sus intenciones y sus propuestas para que pasen el filtro de lo realizable. Y ha tenido algunas victorias. Sin embargo, detrás de esa prudencia hay una abdicación relevante sobre la cual vale la pena detenerse. El realismo de Calderón no es el realismo del transformador que considera la realidad sin engañarse, sino el realismo del conservador que la cree inmutable.
Los siniestros efectos de la simplificación han terminado por identificar el realismo con el conservadurismo. Ser realista se ha convertido en resumen de una pasiva aceptación de lo que existe. Es extraño que así haya resultado porque la tradición política realista es de muy distinta cepa y de inclinaciones abiertas revolucionarias. Adentrarse en la realidad para transfigurarla. El nombre lo sugiere: el realismo político es compromiso con la “realidad efectiva”que implica un rechazo a las ilusiones que se desentienden de los hechos incómodos. Pero no supone, en lo más mínimo, una abdicación a intervenir en ellos. La realidad que aquilata el realista es el inescapable punto de partida, pero nunca es el destino. El conservador ve la realidad como un compacto mundo de hechos inalterables que el político tiene el deber de custodiar, amorosamente. El reformista reconoce que las ilusiones no cambian el mundo. Acepta que cerrar los ojos a lo desagradable no lo hace desaparecer. Pero entiende perfectamente bien la naturaleza plástica de la realidad política y sabe que la acción provoca consecuencias. La política se vuelve así fabricación de lo ideal. El ‘realismo’ del conservador parte de una abdicación: está convencido de la infecundidad del actuar político y, en consecuencia, supone que no hay más misión para el Gobierno que resguardar el patrimonio heredado. El realismo reformista rechaza la visión mágica del mundo (la varita de la voluntad que reinventa el mundo) para afirmar una perspectiva propiamente política: una decisión certera rehace la realidad.
La separación entre ambas lecturas del realismo radica en la comprensión de los poderes, las instituciones, los agentes sociales. Para el conservador lo que existe es lo único que Dios permite que puede existir. La monarquía será parte de la estructura orográfica del mundo. Reformarla equivaldría al capricho de un hombre que quiere acercar una montaña al río. En su versión extrema, el conservadurismo llega al punto de considerar cualquier intervención humana en el rumbo histórico como una apostasía. Por eso decía María Zambrano en su Horizonte del liberalismo que los conservadores eran los mineralizadores de la historia. Creen que la historia es estática, que no se mueve. El reformador no solamente sabe que la historia es un tiempo vivo sino que el resto de los agentes sociales lo son también. Los actores políticos, en consecuencia, no son datos de la geografía, sino criaturas orgánicas que evolucionan, que se transforman.
Los deseos reformistas de Felipe Calderón son boicoteados por el sentido medroso de su realismo. El candidato audaz se convirtió en gobernante espantadizo. Ha llegado a la conclusión de que sus interlocutores son datos de la geografía nacional y que, por lo tanto, no tiene más remedio que entregarse a sus brazos. Quiero decir que Felipe Calderón ha quedado secuestrado por un equivocado sentido de realidad. Lo creo equivocado porque le asigna una fijeza inexistente a lo real. En concreto, ha tratado al PRI como si fuera el Popocatépetl. El PRI existe, es real y no puede construirse ninguna política sin considerar su enorme importancia política. Gracias al obsequio del PRD, se trata, además, del único partido con el que puede dialogar el presidente para empujar alguna de sus reformas. Hasta ahí los datos de la realidad. La acción política empieza en ese sitio para percatarse que detrás del actor único, existe una diversidad de intereses y, dentro de ellos, agentes que bien podrían acompañar un esfuerzo reformista. Por las migajas de acuerdos mediocres, el presidente ha hecho del liderazgo parlamentario del tercer partido en el país el verdadero epicentro del poder nacional.
La Presidencia de Felipe Calderón no puede ser una Presidencia transformadora si no logra escapar del encierro al que lo ha conducido la miopía de su realismo. No digo que el presidente se divorcie de la realidad, llamo a que se comprometa en cambiarla. Tal y como ha gobernado estos meses, se ha convertido en un administrador de inercias al servicio de los intereses del presidente del PRI en el Senado. La prudencia de Calderón ha terminado como la sensatez de quien, asumiendo su debilidad, se adapta a lo que los poderosos deciden. Si Felipe Calderón quiere construir una Presidencia transformadora y no simplemente una Presidencia acomodaticia, tendrá que revisar su estrategia esencial y darse cuenta que no podrá hacer mucho si no logra impulsar aquello que ha descartado como imposible: la formación de una coalición gobernante. Hemos sabido que Calderón, cuando era presidente electo, hizo una oferta al PRI que no llegó a puerto. La oferta era quizá defectuosa porque consideraba la cumbre priista como la base del entendimiento político. Tal vez dentro de ese complejísimo organismo hay espacio para un entendimiento que logre, por una parte, impulsar las reformas que nos hacen falta y, por la otra, escapar del sometimiento en el que ha caído el Ejecutivo.
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