Larguirucho y distante, el alcalde de la Ciudad de México tiene la gran virtud de no pretenderse simpático. De sangre espesa, no va todos los días a la pesca de risitas ni abrazos solidarios. No es un repartidor de mimos y ocurrencias. No habla para agradar, no se disfraza con la ropa del entorno ni simula austeridad de monje. No lo veo camuflándose para volverse cualquiera de nosotros. Su personaje público es tosco y remoto. En su hosquedad, sin embargo, hay algo refrescante. La política se ha vuelto en todas partes una derivación del entretenimiento. Y el pasatiempo consiste en contemplar políticos simulando una emotiva sencillez. Políticos que se disfrazan de militares, dan palmaditas en la espalda, besuquean niños y se conmueven con el dictado del apuntador. Tal parece que, para tener éxito, los gobernantes han de ser graciosos y entretenidos -aunque sean una nulidad para todo lo demás-. Sumisos ante el dictado de la imagen, suelen cuidar más el peinado que la decisión. El alcalde de la ciudad no es competidor de ese torneo. No busca el trofeo al político más afable y sencillo. Tiene bajo la mira otro propósito: plantarse como un político serio y profesional.
Las semanas recientes llevaron a crisis al Gobierno de Marcelo Ebrard. Su reacción ante los crímenes de la Nueva Atzacoalco muestra la seriedad y los límites de su política. Destaco en primer lugar el reconocimiento de los hechos. La tragedia no fue inscrita en una oscura conspiración; la atención de prensa no fue tachada de amarillista; no se describieron los hechos como una anécdota aislada y menor. Del alcalde de la ciudad recogimos de inmediato el reconocimiento de que los hechos eran graves y que la responsabilidad del Gobierno era innegable. Frente a nuestra avestrucina clase política, la actitud es muy agradecible.
El alcalde reconoció de inmediato la gravedad de lo acontecido pero no reaccionó por impulso. No tomó una decisión arrebatada para alimentar a la opinión canina. En la prensa se exigían determinaciones fulminantes pero el alcalde resistió la fiereza de las demandas. Al hervidero respondió con frialdad. No actuó con precipitación, a pesar de que el clima gritaba por una decisión inmediata y tajante. Tampoco perdió el tiempo. El reloj permitió que las instituciones hicieran su trabajo y que éste fundara una decisión de Gobierno. El profesionalismo de la comisión local de los derechos humanos, la severidad de sus conclusiones y la vastedad de sus críticas, llevaron a una decisión que no fue el manotazo espectacular de un reflejo, sino una decisión bien sopesada que pretende reconstruir la estructura policiaca de la ciudad. Los resolutivos del alcalde parten de una saludable autocrítica. Pero se trata, desde luego, de una autocrítica selectiva que desestima las denuncias más graves del Defensor de los Derechos Humanos. El ombudsman capitalino no solamente apuntó la criminal impericia y los nefastos abusos policiacos. También denunció los intentos de la dependencia policiaca y de la fiscalía por ocultar la verdad y por sesgar políticamente la investigación. El alcalde no respondió a esas severísimas acusaciones dirigidas a la primera línea de su Gobierno.
De cualquier modo, a diferencia de lo que han hecho muchos gobernadores de distintos partidos cuando enfrentan una crisis, el alcalde removió a los funcionarios involucrados con el operativo fatal. La incompetencia y el abuso tuvieron consecuencias políticas graves. Sin saña, pero sin entrar en connivencia con los responsables de la tragedia, el jefe de Gobierno se desprendió de funcionarios cercanos. No se empecinó en mantenerlos a toda costa ni los defenestró. El alcalde fue severo con sus colaboradores sin ser desleal. Esto último, la lealtad, es quizá, la más extraña virtud en la biografía de Marcelo Ebrard. Llamado muchas veces a la traición, Ebrard no ha dejado de ser leal a sus patronos.
Esa lealtad, encomiable desde muchos ángulos, es también un fardo para el jefe de Gobierno de la capital. El alcalde serio y antipático se vuelve político sumiso e improvisado cuando pone la estructura del Gobierno capitalino al servicio del caudillo perredista. Ebrard se habrá ganado el aplauso de López Obrador con su propuesta de consulta petrolera. Pero la consulta no deja de ser una ocurrencia que no se ha planteado con la seriedad indispensable. Todavía hoy no se sabe cuál es la pregunta que los ciudadanos habrían de contestar dentro de un par de semanas. Si el núcleo de toda consulta es la pregunta, que la consulta capitalina siga sin interrogante es confirmación de la poca seriedad de sus organizadores. La lealtad empuja a Ebrard a estas ligerezas.
El aplomo del alcalde para salir del trance confirma a Ebrard como un político profesional que sabe navegar en aguas alborotadas. Sin embargo, su carga de compromisos torpedea su credibilidad. ¿Es creíble su propuesta de transformación policiaca? El alcalde no es un novato en asuntos de seguridad: pocos tan responsables de la seguridad en la capital como él, quien fue jefe de la Policía durante buena parte de la Administración anterior. Escucharle proponer la reinvención de la Policía es tan convincente como sería un presidente Gil Díaz exponiendo la necesidad de reinventar la política económica. Si Ebrard hizo poco para profesionalizar la Policía cuando era su jefe, no es mucho lo que podemos esperar de esta burbuja que llama a la reconstrucción radical de los cuerpos policiacos del DF.
Si el alcalde Ebrard ha sabido ser antipático para la gente, debería serlo también para los políticos que lo formaron.
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