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Compensado por los dioses mexicas

Felipe Solís, director del Museo Nacional de Antropología, recuerda que fue en sus días de secundaria cuando descubrió su vocación de arqueólogo. (El Universal)

Felipe Solís, director del Museo Nacional de Antropología, recuerda que fue en sus días de secundaria cuando descubrió su vocación de arqueólogo. (El Universal)

El Universal

Sólo hasta que la vio descubierta de lodo pudo reconocerla. La madrugada del 28 de febrero de 1978, el arqueólogo Felipe Solís, en compañía de Raúl Arana y Gerardo Cepeda, identificó la imagen labrada en el monolito en cuya excavación habían trabajado durante 12 horas seguidas.

Era la Coyolxauhqui, deidad lunar mexica, que luego de 500 años de oscuridad surgía en la esquina de Guatemala y Seminario, en pleno Centro Histórico de la ciudad de México.

Solís sonríe al recordar el momento, uno de los más importantes en su carrera como arqueólogo. El director del Museo Nacional de Antropología interpreta el hecho como un pago de los dioses por la pasión que hasta la fecha profesa por la escultura mexica.

Historiador, arqueólogo, docente, curador, Felipe Solís es un apasionado de su oficio, un hombre que ha cambiado la excavación por la conservación, que guarda el interés que le despertó el arte prehispánico desde el día en que visitó el antiguo Museo de Antropología en la calle de Moneda.

“Tuve la fortuna de que mis padres decidieran que estudiara en la Secundaria No. 1, en Regina 111. Fue la primera secundaria oficial del país. Estudiar en el Centro Histórico me permitió conocer mi ciudad y llegar todos los días a las clases de historia de México que daba una profesora en el Museo de Antropología. Ahí decidí que quería ser arqueólogo”.

- ¿Recuerda alguna pieza que lo haya seducido en especial?

Desde entonces mi pieza favorita es una serpiente negra, pulida muy sensual. El cuerpo del reptil es redondeado. Por supuesto que también la Piedra del Sol y Coatlicue.

- ¿Siempre lo fascinó el arte azteca?

Mi abuela vivía en Veracruz. Después de estar unos días con ella en su casa, mi padre decidía adentrarse por los caminos de la costa. En este país la arqueología está a flor de piel. Cuando íbamos en el auto veía las ruinas arqueológicas todavía cubiertas por vegetación, o zonas arqueológicas ya abiertas como Zempoala. La que más me impresionó fue El Tajín. Yo me preparé para ser arqueólogo de la costa de Veracruz.

“El destino es curioso. Casi al terminar la carrera de arqueología (en este museo estaba la Escuela Nacional de Antropología e Historia), me ofrecieron trabajo en el museo. Me encargué de la colección mexica”.

- ¿Qué dijeron sus padres cuando les dijo que quería ser arqueólogo?

Mi padre quería que estudiara ingeniería. Fue un poco difícil. No hubo diálogo, sí confrontación. Finalmente impuse mi destino. Fue positivo. Mi padre lo entiende y lo acepta.

- ¿Qué estaba haciendo la tarde en que avisaron del descubrimiento del monolito?

Trabajaba en la colección. Preparaba un estudio. El arqueólogo Raúl Arana fue el primero en llegar. Una voz de mujer fue la que alertó a diversos medios y al INAH. Siempre he pensado que fue la Coyolxauhqui, nunca pudo identificarse a la persona que llamó para alertar sobre un posible saqueo.

“Arana me llamó. Me dijo que vio uno de los brazos de la diosa, adornado con unas mascaritas. “Probablemente sea una deidad de la tierra”, le dije. Quedó en llamarme cuando se iniciara la excavación. Me llamó de nuevo. Era urgente. El presidente López Portillo quiere ver qué hay”, dijo.

“En aquella época yo tenía un look moderno. Traía un suéter de Chiconcuac y pantalones acampanados. Era el posthippismo. Quien no andaba así, no ligaba. Trabajamos toda la noche y al final descubrimos que no era un fragmento. El corazón me latió muy fuerte. Y ahí estaba Coyolxauhqui”.

- Ya que se confesó posthippie, ¿comulgó en algún momento con las tendencias de Carlos Castaneda?

No, lo mío era puro look. Desde muy joven leí cosas que luego me hicieron dudar de lo que escribía Castaneda. Me parecían poco serias. Prefería leer a los grandes maestros de la etnología. Lo de Castaneda es una invitación novelada a iniciar la ruta del peyote. Por eso se hizo tan famoso. Significaba tener en un autor la experiencia de consumir estas sustancias, que en el mundo prehispánico se toman con mucho respeto.

“Mis padres compraron una casa en el Cerro de la Estrella, en Iztapalapa. Ahí conocí familias que venían de la época prehispánica. Un día una señora perdió unos documentos y recurrió a otra señora que dialogaba con los santos. Me permitió entrar a la sesión. La señora que dirigía la ceremonia tenía ayudantes mujeres. Prepararon una bebida con ololiuqui, una semilla alucinógena. La bebió y entró en un estado que le permitía hablar con mi acompañante y con los santos. A través de ese diálogo le dijo dónde estaban los documentos”.

“Después de vivir eso, creo que los libros que quieren poner en el conocimiento general situaciones que hablan de la intimidad de una comunidad acaban por pervertirlo. Leí sobre la semilla y comprendí por qué los jóvenes se quedaban en el viaje. Supe que había que respetar el patrimonio intangible”.

- ¿Mantuvo ese respeto o sucumbió ante la curiosidad?

Siempre he amado mi mente. Lo que más amo es mi cerebro y la capacidad de reflexionar.

- ¿Extraña trabajo de campo?

Trabajé en Xochicalco, en la Sierra Gorda, con Rubén Cabrera en Chapultepec, con Roberto García Moll en Yaxchilán. Estuve en esta zona maya en 1975. Cruzar la selva para ir por comida o recorrer la zona para hacer un levantamiento de monumentos fue muy importante. Todo eso vale a la hora de hacer una curaduría. Mucha gente cree que estamos locos: nos metemos en la selva, sufrimos las inclemencias del clima, los insectos, no dormimos cómodamente, los alacranes y las serpientes pueden dar una mala jugada, te puedes caer de un edificio y romperte la columna. Esa experiencia es formación.

“A estas alturas de la vida ya no lo extraño. La vida tiene etapas y en ésta tengo que producir cosas, plasmar mi experiencia en libros”.

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