Quienes escribimos o hablamos para los medios de comunicación tenemos el secreto anhelo de creer que nuestras palabras tienen efectos telúricos, profundas repercusiones, consecuencias históricas. Y sí, tenemos deseos de creerlo así, porque la terca realidad suele indicar otra cosa: que es poco lo que se transforma por obra y gracia de lo que pensamos y decimos; y que las críticas y recomendaciones que les hacemos a los hombres públicos, especialmente a unos tan cínicos e ignorantes como los que pululan en el escenario mexicano, les hacen lo que el viento a Juárez.
Sin embargo, hay esporádicos casos en que los periodistas han cambiado la historia. Cuando Bob Woodward y Carl Bernstein, por ejemplo, empezaron a hurgar en el asunto de la incursión furtiva republicana a las oficinas demócratas en el edificio Watergate, comenzó el derrumbe de una de las administraciones norteamericanas más exitosas del siglo XX. Es difícil concebir un escenario en el que Nixon hubiera tronado tan gacho sin la intervención de ese par de reporteros y sus artículos en el Washington Post.
Otro ejemplo del Cuarto Poder mezclándose en los asuntos de doña Clío (la musa de la Historia) fue la entrevista que Walter Cronkite, el decano del periodismo electrónico en EUA, le hiciera al presidente egipcio Anwar El-Sadat en 1978. Cuando Cronkite le cuestionó que, si estaba harto de los sacrificios que hacía Egipto por mantener su confrontación con Israel, entonces por qué no se sentaba con sus enemigos a hablar, la respuesta de Sadat fue: “Porque no me han invitado”. En cuanto se transmitió la entrevista por televisión, los políticos judíos vieron que tenían una oportunidad de oro para cesar hostilidades con su vecino más poderoso y cerrar un frente fundamental en su larga pugna con el mundo árabe. En unos meses se firmaron los Tratados de Campo David que establecieron la paz entre Egipto e Israel… gracias a un guiño lanzado mediante una entrevista.
Acá en México también tenemos una entrevista periodística que, en más de un sentido, cambió la historia patria. A principios de marzo cumplió un siglo de haberse publicado. Se nos pasó el mero aniversario, pero por ser de relevante interés la comentaremos hoy, pus qué.
Hace cien años, en el periódico capitalino “El Imparcial” (nombre cínico, por decir lo menos), se publicó por entregas la entrevista que el periodista norteamericano James Creelman le había hecho al presidente de México Porfirio Díaz, y que había aparecido en inglés semanas atrás en la revista Harper’s Magazine. Como en aquel entonces el acceso a los medios extranjeros era precario e intermitente, y poca gente leía revistas en inglés, la publicación original pasó en blanco. Pero cuando salió la traducción en El Imparcial, se creó un efecto en cascada que culminaría, en muchos sentidos, con la caída del dictador y el merequetengue que destruiría al país durante la siguiente década.
No queda claro en qué fecha se realizó la entrevista. Algunos señalan a enero de 1908, otros creen que ocurrió meses atrás. En realidad, ello no es importante. La cuestión es que en esos momentos Díaz tiene 77 años y como que ya es hora de que haga un recuento de su obra y piense en un México futuro sin él al timón. Por ahí iban las preguntas de Creelman, periodista que tenía fama de hablar tanto como escuchar durante el ejercicio de su chamba.
La entrevista inicia con una visión apologética de Díaz. Creelman compara su estampa con los albos volcanes que se divisan desde el ventanal del Castillo de Chapultepec (residencia presidencial de entonces… cuando todavía se podían ver los volcanes desde el Detritus Infernal). Resulta notorio que el periodista admira a Díaz, o por lo menos le quiere dar por su lado. O sea: no es un insidioso que desea hacer tropezar y caer a su entrevistado; más bien, como que se considera realmente un instrumento del destino para dar a conocer grandes cosas.
Díaz hace una autocrítica relativamente lúcida de su mandato. Afirma que hubo ocasiones en que tuvo que usar mano dura y derramar sangre, pero no era “sangre buena”, sino de “los malos”. Luego de hacer tan dudosa clasificación de la moronga, enlista los beneficios que su régimen le ha traído al país: la pacificación, el ordenamiento, la infraestructura. El señor Díaz le pone alguna crema a sus tacos, para luego transitar al papel de humilde servidor de la patria.
Y entonces suelta la bomba.
Sin decir agua va, Díaz declara que no buscará la reelección en 1910. Que México es un país joven para ser gobernado por un viejo; que vería con satisfacción el surgimiento de grupos de oposición (si no se iba a reelegir, ¿cuál oposición?) y que México ya estaba maduro para la democracia. Para acabar pronto, anuncia el fin de una época.
Al aparecer la entrevista en “El Imparcial”, no tuvo mucho impacto inmediato. Quizá algunos pensaron que era una tomadura de pelo, una mala traducción o la taimada añagaza de un extranjero. Pero con el transcurrir del tiempo, y en vista de que había sido publicada en un periódico afín al régimen (por no llamarlo semioficial), se la fue tomando más y más en cuenta. La pregunta fundamental era ¿será cierto que Díaz pretende ahuecar el ala? Y de ser así, ¿quién lo sucederá?
“¡Yo!” levantó la mano el general Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León, procónsul del Noreste y heredero natural de don Porfirio. Reyes había desarrollado en Monterrey una economía capitalista de vanguardia que a Díaz le gustaba poner como ejemplo: el liberalismo “científico” en acción. De 58 años y con ese cartel, Reyes era el puntero en la hipotética carrera para suceder a Díaz.
Y ahora que don Porfirio había dicho que se retiraba, Reyes se puso a organizar su candidatura con especial fervor. De inmediato formó clubes de apoyo a la misma en varias ciudades, y se endeudó encargando llaveros, destapadores, guaripas y todas esas porquerías con que los políticos creen que pueden convencer a una persona pensante de que confíe en ellos. Su esfuerzo encontró eco en la clase media urbana: la que había crecido por primera vez en la historia durante el Porfiriato, se sentía cómoda con visiones modernizadoras, y ya veía a don Porfirio más como estorbo (por la edad) que como promotor de sus esperanzas. No es de extrañar que los clubes de apoyo a Reyes crecieran como hongos en 1908.
Estando así las cosas, de pronto don Porfirio se desdijo: alegando que las Fuerzas Vivas le habían pedido que buscara una reelección más, anunció que lo haría en 1910; luego le hizo un ridículo encargo diplomático a Reyes y lo despachó a Europa: para efectos prácticos, exilió a su delfín. De esa forma, Díaz cometió un pecado fundamental que la naturaleza nunca perdona: mató a su sucesión natural, rompió el pase de estafeta de una generación a otra.
Las clases medias urbanas quedaron colgadas de la brocha, sin saber qué hacer con los llaveros ni los blocks de rifas “entre amigos”. La decepción cundió entre la pequeña burguesía que había visto una luz de esperanza… y que pronto halló otra: Francisco I. Madero. El éxito de la campaña de don Panchito se debe en parte a que aprovechó una infraestructura ya existente. En muchos casos, todo lo que se hizo fue cambiar el nombre de Club Reyista a Club Antirreeleccionista (única palabra en castellano con tres dobles letras). Siguieron sin saber qué hacer con los destapadores que tenían el nombre de Reyes, eso sí. Madero se lanzó a disputar la Presidencia primero, y a la rebelión armada después. Lo que pasó luego es historia. Bueno, una desgracia histórica.
¿Por qué Díaz primero voló a Reyes para luego descharcharlo? ¿Lanzó ese buscapiés en la entrevista para que Reyes se destapara y luego quemarlo? ¿Y para qué? ¿Lo hizo por calculada perfidia (le decían Don Perfidio, después de todo) o le ganó el señor Alzheimer? Nunca lo sabremos. En todo caso, las consecuencias de la entrevista Díaz-Creelman cambiaron la historia del país.
Consejo no pedido para que lo entreviste Sofía Vergara: Lea “Entrevista con la historia”, de Oriana Fallaci, para que vea lo que sí es ser insidioso. Provecho.
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