El lenguaje puede considerarse un producto social derivado de convencionalismos basados en ese acuerdo primeramente tácito pero posteriormente también expreso y especificado en reglas como las que en materia gramatical, de sintaxis y de definición misma de las palabras puedan establecer organismos como las Academias de la Lengua.
Pero las palabras gozan también de códigos especificados para la utilización de algunas de ellas con determinados fines concretos, dentro de los cuales podemos contemplar las llamadas malas palabras o groserías cuya función puede ser la de agredir, ofender, insultar, crear un daño o molestia moral a aquel a quien se lanza dicho epíteto, o simplemente llamar la atención con el exabrupto, o el uso rotundo que se le dé a ciertas palabras, por ello mismo llamadas malsonantes según ese acuerdo social establecido.
Tradicionalmente se ha aceptado que pronunciar ciertos vocablos es sinónimo de mala educación, chabacanería o falta de recursos del lenguaje, cuando menos, cuanto y más falta de respeto a la persona a la que se le dirige la expresión, o aquellas otras que tienen que sufrir la molestia de escuchar tales improperios. Sabemos que en ocasiones muy específicas se utilizan estas palabras como reacción automática ante una situación inesperada y sorpresiva o ante la necesidad de responder con prontitud a una amenaza o agresión sufridas; no en vano todo idioma tiene algunos vocablos específicos para tales menesteres y se dice que en los inicios de la vida colonial en nuestro país, fueron algunos monjes los que inventaron algunas de las groserías del vocabulario popular, para evitar las blasfemias, tan socorridas por otra parte en países como España o Italia.
Sin embargo, aun existiendo este tipo de dichos agresivos o vulgares el orden social establece que debiera limitarse su expresión a determinados momentos y circunstancias y no sean palabras y frases a decir sin ningún tipo de recato en cualquier circunstancia o reunión. Hoy en día estamos viendo cómo la buena educación en el lenguaje es inclusive ridiculizada por algunos personajes con influencia en los medios de comunicación social, quienes se jactan en vulgarizar el lenguaje en películas nacionales o extranjeras, programas de televisión incluso infantiles y giros idiomáticos de gran impacto agresivo, de los que abusan algunos de los considerados “genios” contemporáneos de la literatura o del teatro.
Las palabras tienen sus significados y contenidos precisos y en ese sentido el uso de palabras que denotan agresión, humillación o insulto a aquel a quien se vierten, mantienen dentro del lenguaje esa significación específica que, sin embargo, hoy busca generalizarse al emplearlas indistintamente, ya sea en esos espacios mediáticos de máxima audiencia, o bien repetidas sin ninguna clase de recato por señoritas, señoras, varones, o niños, como si fuesen palabras de uso común, dada esta moda de pretendido naturalismo en su uso, que no acaba siendo sino señal de pésima educación y de absoluta falta de consideración y respeto hacia los demás.