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Pederastas/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

La vieja dolencia que aqueja a la sociedad mexicana, causada por la dificultad de obtener justicia pronta y expedita se acentúa cuando ocurre que en la persecución de uno de los más abominables delitos de nuestro tiempo, que es el envilecimiento de menores con la mezcla de sexo y dinero, hay tribunales que lo protegen en vez de contribuir a sancionarlo y por ende a extirparlo. Están en curso dos casos paradigmáticos de perversión judicial que agravian a los directamente involucrados y a la gente en general.

En su etapa actual, ambos episodios se iniciaron casi de modo simultáneo. El 16 de diciembre hasta Cancún llegaron agentes judiciales de Puebla que de hecho secuestraron a Lydia Cacho, una periodista autora de un libro, Los demonios del edén, donde se revela cómo se vinculan el poder y la pornografía. El eje de la investigación contenida en esa obra es el expediente judicial abierto contra Jean Succar Kuri, un empresario hotelero acusado en aquel balneario de Quintana Roo por diversos modos de abuso de menores. Los testimonios de las niñas agraviadas, expuestos en el sumario o en entrevistas con la autora, condujeron a identificar el entorno de Succar Kuri y la red delincuencial de que forma parte. Succar Kuri escapó de Cancún pero fue detenido en Arizona, donde aguarda que se resuelva su extradición. En el momento procesal preciso, meses después de que el libro de Lydia Cacho está en circulación fue enderezada en su contra una denuncia por difamación y calumnias.

La presentó en Puebla el industrial Kamel Nacif, que protegió el ingreso a México de Succar Kuri y forma parte del círculo de amigos y cómplices identificados por las víctimas, y así lo presenta Los demonios del edén. Amigo personal del gobernador Mario Marín, probablemente uno de los financieros de su campaña, Nacif consiguió justicia a domicilio.

De ser otro el denunciante, se hubiera solicitado mediante exhorto la detención de la indiciada. Pero con Nacif se tuvo la deferencia de organizar una expedición punitiva que trasladara a la periodista a la capital poblana, desde el Caribe. Se la capturó como si fuera una delincuente peligrosa y el 23 de diciembre se le declaró formalmente presa, por los delitos de difamación y calumnias.

Ayer martes la sala penal del Tribunal superior poblano eximió a la periodista del segundo delito.

Se le procesa ahora por el de difamación, pues Nacif afirma estar empeñado en la defensa de su honor, como si no se le alcanzara que la difusión del caso a partir de su denuncia amplía el presunto daño que trata de castigar.

En una toma de posición pública sobre su asunto, él mismo difama a Lydia Cacho y erigiéndose en autoridad en la materia, niega a la periodista esa condición profesional. El criterio para descalificar a la autora del libro donde se incluyen constancias judiciales en que se le menciona, es de una presuntuosa subjetividad: ella no merece ser considerada periodista porque su acusador “jamás” leyó “algún reportaje, artículo u opinión de otro tema distinto al del escándalo de abuso sexual de menores o de la pornografía infantil y aun menos se tomó la molestia de cotejar conmigo esa injuriosa información en mi contra”. Si ese último argumento tiene valor, es también aplicable al propio Nacif: él no se tomó la molestia de buscar a la autora para desmentirla y evitar que el presunto error se repita en sucesivas ediciones del libro (que son pronosticables, dada la difusión que el denunciante ha propiciado). Prefirió estimular la acción penal, pues un fallo adverso a Lydia Cacho será bienvenido por Succar Kuri en Arizona.

El mismo 23 de diciembre en que se dictó auto de formal prisión contra una denunciadora de pederastia, en la Ciudad de México se dictó auto de libertad contra un individuo procesado por abuso sexual. Puesto que la titular del juzgado decimoquinto del DF se hallaba de vacaciones, la sentencia correspondiente fue suscrita por el secretario de acuerdos. Emitirla en viernes, víspera del fin de semana navideño habría quizá asegurado que la distraída opinión pública no se enterara del asunto y menos aún se expresara sobre su desenlace. Pero la decisión judicial fue tan agraviante para las víctimas, de ese modo doblemente ofendidas, que el ministerio público, la Procuraduría de justicia capitalina no pudo más que recoger esa indignación y darle forma jurídica a través de una apelación y también de una pesquisa sobre el comportamiento del secretario y de su jueza, que al hacer suya la decisión de su subalterno se mostró en público extrañamente adversaria de al menos una de las víctimas y sus familiares.

El protagonista del sucio episodio es bien conocido en el ambiente laboral capitalino. Como abogado, de esos que la hacen también de líderes de sindicatos de papel, Ramón Gámez goza fama de ser el rey de los contratos de protección, esa farsa de relación laboral que ahorra molestias a empleadores que no cumplen la Ley laboral. Fue acusado por abuso contra menores, a las que prostituía.

Uno de sus modos de proceder era explotar la extrema necesidad de empleo de jovencitas a las que ofrecía contratar si se sometían a su procacidad. A punto de ser sentenciado y cuando se produjo el escándalo de su libertad, quiso comprar el silencio de las personas a las que ha dañado profundamente quienes, por supuesto, rechazaron vender su dignidad.

La pornografía infantil y el abuso sexual a menores no deben ser tolerados y, en consecuencia, ha de castigarse a sus solapadores.

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