Tengo el mejor de los recuerdos del capitán Raúl Lemuel Burciaga, quien murió el nueve de junio de 1977 en el cumplimiento de su deber. Casi 30 años han transcurrido desde aquella fecha y no puedo soslayar esta oportunidad para hacer justicia tardía a quien la mereció en vida.
Evoco su amable presencia, buena educación y valentía. Raúl Lemuel Burciaga Rodríguez, o Lemuel, como lo llamábamos sus amigos, fue un hombre singular que supo hacer honor a su formación castrense y a sus responsabilidades públicas. Sería fácil definirlo con una sola palabra y creo que el vocablo apropiado sería ?decencia? mas no alcanzaría a explicar por sí mismo cómo era él o lo que era él. ?Deber? en su acepción de obligación moral de obrar según los principios de la ética profesional, la justicia o su propia conciencia, podría ser un vocablo más revelador de su pensamiento y conducta. El cumplimiento del deber ordenaba cada uno de los hechos de su vida.
Nos conocimos en la campaña política del general Raúl Madero González para gobernador de Coahuila y congeniamos de inmediato. No era alguien difícil de tratar; por el contrario se manifestaba a las primeras de cambio como un ser abierto, noble, servicial, respetuoso, considerado y amable; si bien devenía exigente, categórico e íntegro en los asuntos de su función oficial. Lemuel laboró muchos años en cargos de mando dentro de los cuerpos de seguridad pública del estado de Coahuila, en cuyos archivos dejó una pulquérrima hoja de servicios. Caso de excepción en ese difícil ambiente, pleno en tentaciones y riesgos de toda especie, de los cuerpos policiacos.
El primero de diciembre de 1975 el capitán Lemuel y yo fuimos designados por el ya gobernador Óscar Flores Tapia para ocupar respectivamente la Dirección de Seguridad Pública del Estado y la Secretaría General de Gobierno. Por esa razón, desde el primer día, hasta el penúltimo de su vida, mantuvimos una relación constante de trabajo, facilitada por nuestra antigua amistad. Con ello quiero decir que hasta la mitad de 1977 mantuvimos una colaboración constante, cercana y leal.
El día ocho de junio de 1977 estaba Lemuel en mi oficina para revisar algunos asuntos de su Dirección. De repente entró Toñita Bandala, mi secretaria y se dirigió a Lemuel: ?Tome el teléfono, es para usted, dicen que es muy urgente?. Mientras éste atendía a su llamada me puse a estudiar la tarjeta informativa que me había presentado. No concluí la lectura pues el propio Lemuel, quien no colgó el aparato para dirigirse a mí, dijo preocupado: ?Se escaparon cuatro narcotraficantes internados en el Cereso. Violaron el armario del cuerpo de seguridad del penal y se llevaron, secuestrado, a Daniel Camacho. Voy tras ellos?.
Nunca lo vi tan preocupado como en ese momento. Retomó el aparato telefónico para girar sus instrucciones: una, que fueran por él a la antigua Casa Colonial, donde por algunos meses estuvo la oficina del gobernador y la Secretaría de Gobierno. La gente de Lemuel tardó en llegar, lo cual aproveché para intentar tranquilizarlo: ?No vayas a tomar riesgos innecesarios, cuídate, vales más vivo que muerto?, le dije. Lo acompañé hasta la escalera y todavía le grité desde lo alto: ?¡No le hagas al héroe!?.
A partir de ese instante el tiempo transcurrió en forma relampagueante. El gobernador hablaba cada cinco minutos, yo me comunicaba con el comandante de la VI Zona Militar, el subsecretario de Seguridad de Gobernación era informado minuto a minuto, los reportes por radio se sucedían uno tras otro. Y los reporteros de los medios desesperaban ante la falta de noticias.
Unas horas después recibimos la mala nueva: Lemuel y su personal habían culminado una persecución de película por las calles de Saltillo y la carretera a Zacatecas. Finalmente los fugitivos se refugiaron en un cuarto semiderruido y abandonado en una colina cercana al puerto de Rocamontes. Bien pertrechados en aquel sitio los delincuentes usaron los huecos de las ventanas para disparar contra sus persecutores. Ya para ese momento habían asesinado cruelmente al licenciado Daniel Camacho, director del penal.
No había ante ellos más camino que la rendición o la muerte, así que arreciaron sus disparos contra las fuerzas de la Ley desde una posición eminente. Con temeridad quiso Lemuel agotar el recurso de la persuasión y pidió a sus subordinados que cubrieran su ascenso al cerro. En compañía de dos elementos y protegidos tras un tractor con un amplio trascavo lograron ascender, entre la balacera, a la construcción en el promontorio y después arrastrarse, por uno de sus lados ciegos, hasta acercarse a una ventana frontal para que el capitán Burciaga pudiera ser oído por los narcotraficantes. Se hizo un silencio imponente, según testigos. Muchos pensaron que los delincuentes habían muerto. El capitán avanzaba con cuidado, casi adherido a la pared, hasta el hueco de la ventana; algo empezó a decir, pero apenas pudo articular dos o tres frases. Una ráfaga de balas, disparada al sesgo desde aquella ventana, lo hirió de gravedad.
Lo supimos más tarde cuando nos avisaron que el capitán Burciaga había sido internado en el Hospital del ISSSTE y sería operado a la mañana siguiente. Flores Tapia y yo estuvimos a su lado en aquellos momentos. Me acerqué a darle unas palabras de aliento, y escuché su débil voz: ?No quería ser héroe, cumplía mi deber?. Poco después moriría rodeado de su esposa e hijos. Su misa en Catedral fue multitudinaria e impresionante su sepelio.
A los asesinos de Camacho y de Lemuel, quienes huyeron en el desconcierto posterior a la caída del jefe policiaco, se les localizó poco después en un pueblo de Michoacán y fueron traídos a Saltillo para que purgaran su sentencia anterior y enfrentaran un nuevo juicio por doble homicidio. Transcurrido el tiempo los delincuentes recobraron su libertad, ya en el siguiente Gobierno.
Me parece acertado y justo crear una presea con el nombre del capitán Raúl Lemuel Burciaga Rodríguez para reconocer el cumplimiento del deber policiaco; además es merecido, pues siempre fue, en la completa literalidad de la frase: todo un hombre...