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El supremo poder

Francisco Valdés Ugalde

Dos veces la Constitución se refiere, de modo sustantivo, al poder del Estado como “supremo”. La primera lo hace al referirse a la división de poderes y estatuye que “el Supremo poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial” (Art. 49). La segunda, al señalar que: “Se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos” (art. 80).

La estructura de la Constitución no deja lugar a dudas sobre la división de poderes, ni las distinciones funcionales y de origen de cada uno de ellos. Sin embargo, hay que admitir que, más que una casualidad, la asignación del mismo atributo a dos entidades diferentes (uno: la Federación, otro: el Presidente) puede interpretarse como derivación de la ambivalencia del Constituyente para establecer la supremacía del Estado en la organización federal de la República y, a la vez, en un solo individuo investido con su “jefatura”. El “Constituyente permanente” (no el Constituyente de 1917), terminó por reescribir la Constitución para hacer del Presidente el verdadero poder “ Supremo” y dejar a la República a sus expensas en nombre de “la revolución” .

Pasada la larga noche del autoritarismo, al menos temporalmente, la República todavía no atina a resolver esta contradicción. Más valdría hacerlo pronto si se quiere evitar la involución. La contradicción no está resuelta porque la relación entre poderes está marcada por reglas que dan pábulo a la exacerbación del conflicto, al establecer facilidades para la neutralización o la invasión de facultades.

La descalificación entre poderes y actores ha salpicado a la Corte. La andanada que ha recibido desde las fracciones opositoras en la Cámara de Diputados pone en cuestión el carácter arbitral de la Corte en las controversias entre poderes y en acciones de inconstitucionalidad de actos de Gobierno. Es probable que los diputados inconformes tengan razón en algunos de sus argumentos contra el proceder de los ministros de turno durante el receso vacacional, que dieron entrada a la controversia presentada por el Ejecutivo, y ordenaron la suspensión de las partidas presupuestales en disputa.

No obstante, el tono con que se esgrimieron estos argumentos estuvo menos orientado a la crítica que al descrédito e, incluso, la amenaza, al echar por delante la advertencia a los ministros de la Corte, de que son sujetos de juicio político.

En política, la forma es fondo. La actitud de los diputados inconformes, encabezados por el presidente de la Cámara, el priísta Manlio Fabio Beltrones, mostró con toda obviedad un sesgo inadmisible: asumirse al mismo tiempo como juez y parte. En efecto, un grupo de diputados de la oposición se inconformó con el proceder de los dos ministros de turno y, para ello, usó el procedimiento correspondiente para que la Corte reconsidere sus decisiones. Pero, a su vez, la Cámara es depositaria de la facultad de iniciar juicio político. Por un lado, los diputados opositores están sometidos a la decisión que tome la Corte.

Por otra, se amaga a los ministros con amenazas de juicio político. Tomado de buena fe, este exceso podría simplemente indicar inconformidad legítima ante posibles errores de procedimiento o extralimitación de funciones por parte de la Corte. En cambio, con una pizca de malicia, puede verse como un exceso innecesario e inconveniente por el descrédito que implica para la Corte.

Y más aún, puede ser tomado como lo que realmente es: una presión indebida, ejercida con parcialidad por un poder sobre otro, con la finalidad de propiciar un resultado favorable a su posición en una delicada querella que lo involucra. La figura del juicio político está reservada en la Constitución para la destitución de funcionarios con alta responsabilidad, que incurren en ofensas criminales de gravedad, actos de traición a la patria o actos u omisiones que redundan en perjuicio de los intereses fundamentales del país (Art. 109). Fue a todas luces una irresponsabilidad haber proferido la amenaza, que en nada ayuda al equilibrio de poderes, máxime cuando se trata de trámites provisionales en espera de la resolución definitiva del pleno de la Suprema Corte.

No hay que adelantar el sentido en que la Corte se pronunciará sobre el diferendo presupuestal. Lo que por ahora es posible observar, es una lucha del Poder Legislativo en contra del Poder Ejecutivo por la supremacía política. En medio queda la Corte, pero su capacidad de resolución y arbitraje puede ser disminuida si no hay voluntad política para caminar hacia un verdadero equilibrio de poderes. Conseguirlo no es asunto fácil, pero es impensable que el camino sea el que se ha marcado hasta hoy: debilitar, más que reformar, al Poder Ejecutivo. La deformación de la relación entre poderes es histórica y no abarca solamente las facultades de cada uno de los poderes, sino la estructura del régimen que las envuelve.

A modo de ejemplo podríamos preguntarnos si la actitud de los diputados sería la misma en caso de que hubiera reelección legislativa, como la contemplaba originalmente el texto constitucional de 1917. La perspectiva de rendir cuentas al electorado en cada elección fortalecería a los ciudadanos, que podrían así cambiar o mantener a sus representantes mediante el juicio de las urnas, y los legisladores se sabrían fortalecidos, podrían trabajar en perspectiva de largo plazo, y no únicamente para lo inmediato, como en general lo hacen ahora. El balance de poder frente al Presidente estaría definido no por baladronadas, sino por una relación constructiva y reguladora de más largo plazo. La experiencia de la República en el siglo XIX fue lamentable. Uno de sus episodios más calamitosos fue la invención, por el Constituyente de 1857, de un poder parlamentario capaz de bloquear al Presidente, pero sin transitar al sistema parlamentario.

El desenlace fue la dictadura porfirista. La situación de hoy es distinta, pero tiene en común con aquélla una coincidencia riesgosa: en lugar de equilibrio funcional y político de los poderes del Estado, tenemos un escenario con reglas constitucionales y legales contradictorias, que incitan al enfrentamiento y a la neutralización recíproca. Es urgente una voluntad política colectiva para unificar la supremacía del poder, garantizando el equilibrio, los pesos y contrapesos, y la rendición de cuentas, elementos que brillan por su ausencia. Sin ella, la disputa por el “supremo” poder seguirá siendo el eje gravitacional de la vida política.

[email protected] Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.

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