El sábado anterior fuimos involuntarios participantes de una impresionante fila de automóviles, camiones, camionetas y autobuses que se desplazaban sobre la autopista de Monterrey a Nuevo Laredo, Tamaulipas. Conforme nos acercábamos al área fronteriza el tráfico se tornaba denso y parsimonioso, con adelantos a vuelta de rueda. La intención de pasar la aduana estadounidense parecía una prueba imposible para nuestra escasa capacidad de paciencia. Varias horas desesperamos hasta aproximar nuestro vehículo al puente internacional número dos entre los dos Laredos. Hora y media más tarde arribamos a una de las doce garitas que funcionan para la revisión de los documentos migratorios. Fueron tensos momentos en que varios ominosos perros policías, cuyas ráilas eran controladas por sendos oficiales de “la migra” olisquearon nuestro automóvil en repetidas ocasiones, igual que a otros en aquella nutrida peregrinación de anhelosos marchantes navideños.
Nunca antes habíamos visto cosa igual. Las personas al volante estaban malhumoradas, mientras que los pasajeros de cada automóvil intentaban apaciguar la inquietud de los briosos infantes que les acompañaban. Entre los vehículos, a lo largo de la fila, los vendedores hacían su agosto en pleno diciembre: refrescos, agua embotellada, café, gorditas, imágenes religiosas, el Papa Juan Pablo II y la Virgen de Guadalupe, collares artesanales, etc, etc. Eran ocho, diez, no sé cuantos carriles de circulación convertidos en tianguis; pero al pisar territorio estadounidense, de no ser por las hiladas de carros, aquella enorme vialidad hubiera parecido el desierto mata braceros de Arizona. Bien sabe el diablo a quién se le aparece.
De coche a coche empezamos a conversar con otros peregrinantes. ¿Qué lata, verdad?...Si, hombre, y nosotros que venimos desde Salamanca...Muy cansados, me imagino....¡Hasta el gorro!...Pero ái venimos, no se nos quita la maña...¿Y qué tal si al final de este camino nos topamos con el muro de la ignominia?...Pues no estaría mal, y aunque no hubiera muro deberíamos regresarnos. Como protesta, ¿no le parece?...¡Hombre qué buena idea!...Si no quieren a nuestra pobre gente, ¿por qué hemos de traerles dinero a los comerciantes de la frontera? Y luego tan rogadita la entrada...De veras, qué buena idea, como protesta es genial...¿Por qué no se la manda al presidente Fox?...N´hombre, se zurra, no ve que es muy cuatito de Bush... Ah sí, pues no se nota...mas bien todo lo contrario...
De repente el pitadero de los coches, apremiando a las dos filas que entretuvimos con nuestro constructivo diálogo. Mucho gusto, ái nos vemos...Igual, y que descanse...Luego, al avanzar otro poco, reflexioné en la propuesta de aquel compañero de espera. No estaba mal. ¿Por qué no poner un hasta aquí a la incomprensión de nuestros malos vecinos?...Un paro de compras de los que algo tenemos en apoyo de los que nada tienen, de los que algo contamos en respaldo de los que nada cuentan, ni siquiera con la solidaridad de sus hermanos de raza...¿No quieren braceros mexicanos? Pues nosotros tampoco vamos a comprar su ropa, sus juguetes, sus aparatos electrónicos, su comida engordadora y mucho menos su chatarra vehicular...¿Cómo es posible que los diputados y senadores estadounidenses puedan tomar medidas tan oprobiosas, y nuestros legisladores nada digan ni hagan en defensa de los migrantes mexicanos?...
Pero procuremos ver las cosas con el pragmatismo que nos han enseñado la costumbre y la historia: el Gobierno de Estados Unidos jamás ha sido amigo de nuestro país; si acaso vecinos, quizás socios comerciales, pero amigo, lo que se llama amigo, jamás. Desde que México se constituyó en nación independiente, después de ser colonia de España, los ojos de los políticos estadounidenses sólo se fijaron en la extensión de nuestro territorio, en sus recursos naturales, en la riqueza del subsuelo, en sus playas, litorales y mares; en la utilidad de más de tres mil kilómetros de frontera y en la significativa mano de obra de los mexicanos, explotada hace siglos. Y los gringos la han aprovechado tanto en la paz como en la guerra. Mojados en su paz, soldados en sus guerras. Gracias a nuestra gente y a la necesidad de ganar dinero honrado los hogares estadounidenses tienen ayuda en sus cocinas, en sus jardines, en sus negocios. Todo trabajo penoso que no quiere hacer el americano común lo hace nuestra gente por un salario raquítico, debido a su condición de migrantes indocumentados.
No fue inocua para México la sentencia de James Monroe “América para los americanos”. Para los fines expansionistas del Gobierno yanqui el vocablo América comprendía a todo nuestro continente, desde el Polo Norte hasta el Polo Sur; en tanto que el gentilicio “americanos” sólo incluía a quienes habitaban en Estados Unidos. La posesiva frase intentaba desalentar la ambición europea hacia nuestro país, manifiesta en el siglo XIX con dos agresiones militares para fines de conquista: la ridícula operación de 1833 a 1839, llamada “guerra de los pasteles” y la intentona de invasión por las fuerzas francesas, entre 1861 a 1867, bajo el pretexto de invalidar la suspensión de la deuda exterior mexicana con Inglaterra, España y Francia decretada por Benito Juárez, pero cuyo verdadero propósito era apoyar el proyecto imperial de Napoleón III.
Luego vendría -¿como no evocarla?- la guerra terrestre y naval iniciada contra México por el Gobierno de Estados Unidos con el fin de obtener una injusta indemnización del gobierno mexicano por la justa defensa de lo que era su propiedad: Texas. Guerra abusiva de apropiación contra un país que apenas iniciaba su vida institucional y que nos costó la mitad de nuestro territorio. Así nomás, como diría mi abuela Lola: de pura chulada...Y de pura chulada seguimos aguantando ambiciones y desaires...