EDITORIAL Columnas Editorial Caricatura editorial Enríquez

Crea fama y... échate a correr/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

La edición de este mes de la revista Letras Libres tiene como tema toral “El vacío de la fama”, e incluye un espléndido ensayo de Gabriel Zaid al respecto. Nadie mejor que el maestro, de quien se conoce una sola fotografía (borrosa) como adulto y quien ha cuidado su privacidad con furia mongola, para abordar el asunto con cruel precisión. Y para ponernos a reflexionar sobre cómo buena parte de nuestros temas de conversación, las imágenes que nos atiborran y hasta las expresiones que usamos, tienen que ver con esas entidades, esos objetos (como lo explica Zaid) que son los llamados “famosos”.

La cultura de masas ha hecho de la fama una especie de culto fetichista. De repente se ha vuelto imprescindible conocer vida y milagros de gente que jamás vamos a toparnos en persona; que mora a años-luz de Torreón, el salario extramínimo y las penurias del Santos Laguna; y que, objetivamente y por lo mismo, nos debería importar un pepino.

Ya sea que conozca y discuta con pelos y señales los más íntimos detalles de los adulterios de Diana Spencer y Carlos de Windsor (“El Orejón”); o sea capaz de comentar durante treinta minutos los accesorios del traje de bodas de Letizia, mucha gente parece vivir en ese mundo vicario de manera más segura y consciente que en este Valle de Lágrimas que nos tocó y que se empeña en convertir en un infierno la muy inútil y execrable LVII Legislatura.

Claro, en la observación y comentario de los “famosos” proyectamos nuestras carencias y frustraciones, apaciguamos la conciencia y nos consolamos con la noción de que los ricos (y famosos) también lloran… pero eso sí, de manera muy especial y pública.

Ahora bien: el “famoso” del siglo XXI puede provenir de muy distintos ámbitos y lograr ese estatus de las maneras más aleatorias y diversas. Son “famosos” las estrellas de cine y los grandes atletas. Ciertos políticos y comunicadores adquieren esa dimensión por su continua presencia en los medios y por las declaraciones o metidas de pata en que se complacen. Hay otros que acceden a la fama de maneras más bien casuales, extrañas o estúpidas y en esos casos suele cumplirse fatalmente en ellos la máxima de Andy Warhol de que todo el mundo tiene a la postre sus quince minutos de fama. Así, famosos en su momento han sido: el bailarín cubano que embarazó a Madonna; el idiota que evitó un out crucial para los Cachorros de Chicago en el playoff de 2003; uno o dos de los esposos de Jennifer López; un fulano mutilado genitalmente por su brava mujer; el tipo que agarró la pelota del jonrón 70 de Mark McGuire; el compañero de cuarto de O. J. Simpson; y el guardaespaldas de Ladi Di que la acompañaba cuando ésta hizo su imitación de mariposa en radiador… entre muchos otros de la amplísima galería de personajes que fueron famosos unos días y luego pasaron a la oscuridad y a convertirse en permanente dolor de cabeza para quienes han de participar en juegos de trivia en los años por venir.

Ésta es una de las dos cosas más alarmantes de la famosidad del siglo XXI: que cualquier hijo de vecino pueda alcanzarla. Antes se requerían hazañas más o menos portentosas para ser reconocido en el súper y tener el honor de aparecer en las estampitas de Editorial Patria. Ahora basta con estar casado durante tres horas con una Britney Spears confortablemente ebria, para que el nombre de uno ande en boca, rotativa y videotape de todo el mundo. No se requiere siquiera curarle la cruda.

La segunda cosa alarmante es que los nuevos “famosos”, paulatina pero implacablemente, parecen competir por ser modelos de grosería, desfachatez y mal gusto; se solazan con su ignorancia y ordinariez y dejan ver (e instigan en el culto público la noción) que para brillar en las efímeras carteleras de la atención masiva es requisito indispensable ser un patán.

Claro que los “famosos” clásicos no se caracterizaban precisamente por ser recatados y modositos: si no, ni quién se acordara de ellos. Pero (yéndonos al siglo XIX) los escándalos de George Sand, mujer vestida de hombre, o de Oscar Wilde, hombre que buscaba desvestir hombres, tenían clase, lo que sea de cada quién. Eran ingeniosos e inteligentes y lo más importante: su desafío a los convencionalismos abrió puertas que estaban cerradas, sirvieron de arietes para hacer entrar bocanadas de aire fresco en atmósferas sencillamente asfixiantes.

Más cercano en el espacio y el tiempo, Salvador Novo era famoso por ser el primer gay descarado de la historia patria, por poeta (no leído, como casi todos) y por ser cronista de la Ciudad de México. Estarán de acuerdo conmigo en que hoy en día, con esas cualidades, no lo conocería nadie; pero hace dos generaciones aquélla era una figura pública y notoria. La cuestión es que Novo siempre anduvo hecho un maniquí, y cuidaba sus palabras más que su cutis, que ya es decir. Incluso el citado Warhol con su pelo einsteniano, usualmente insinuaba un filo irónico que lo hacía mucho más apreciable de lo que pareciera en primera instancia. La norma número uno de los “famosos” era no perder el caché.

Pero, como casi todo en esta época, ese fenómeno que es la fama se fue envileciendo y acorrientando a medida que se fue volviendo cotidiano y masivo; y ahora hemos de lamentar que sean “famosos” personajes que no tienen por qué serlo, dado que su único mérito es la autodenigración y por lo mismo deberían desaparecer de la presencia pública, por simple sentido del ridículo y sanidad mental colectiva.

Y es que si rebajarse a la animalidad, la chulería o la barbarie es visto como algo digno de ser admirado (¡la fama!), entonces ahora sí que andamos mal. Y para acabarla, esa enfermedad infecta a niveles de nuestra vida pública que de por sí no necesitan mala prensa para resultar despreciables.

Díganlo si no los “famosos” diputados de reciente memoria Félix Salgado Macedonio, Pancho Cachondo y Jorge Kawaghi. Nadie recuerda una sola pieza de legislación que esos señores hayan promovido, básicamente porque no han promovido ninguna, ni la tatema les da para algo tan complicado. Son más bien conocidos por sus hazañas en el mundo de la farándula, o cómo se la han faroleado, a escoger. El primero fue detectado borracho en una de esas motocicletas que manejan los adultos que desde adolescentes se cargan unos complejotes tamaño caguama. Por supuesto, se vanaglorió de lo macho y cavernario que era. Ah, y ahora va a grabar un disco de narcocorridos. El segundo, insigne ejemplo de las excelentes capacidades del PAN para elegir candidatos, logró ser célebre (que no célibe) por su asiduidad a cabarets y tugurios de toda laya. El tercero saltó a la fama boxeando contra bultos de grasa y entrando a un programa para voyeristas descerebrados, todo ello mientras le pagábamos su sueldo como legislador. Pero lo importante es que son famosos.

Seamos justos: ya sabemos que como México no hay dos: hay veinte, y en todos lados se cuecen habas. Y ya que nos hallamos en estas fechas, no está de más echarle un vistazo a cómo un jugador de fútbol americano ha hecho que se hable de él durante las últimas dos semanas y por las razones equivocadas.

Randy Moss es un receptor abierto de los Vikingos de Minnesota de extraordinarias aptitudes. Es un excelente atleta y tiene unas manos que nos hacen recordar a Fred Biletnikoff, Lynn Swan y otros magos del ovoide. El problema es que sus virtudes en el campo quedan por completo opacadas fuera de ella por su afán de demostrar lo patán y bajo que puede llegar a ser. Y además, lo hace un domingo sí y el otro también.

Hace dos semanas, con los Vikingos perdiendo un juego importantísimo y faltando dos segundos en el reloj, Moss tomó su casco y se largó al vestidor. Su imagen de desdén fue lo más comentado de ese partido, no el marcador ni cómo los Vikingos se salvaron por un pelo, gracias a otros resultados .

Y el domingo pasado, luego de anotarle un touchdown a los Empacadores en su mismísima casa de Lambeau Field, Moss lo festejó simulando hacer lo que se conoce como “mooning”: bajarse los pantalones y enseñar el trasero… a una de las mejores y más respetuosas aficiones del mundo.

En Pittsburgh (y yo conozco a los míos), Moss hubiera sido expulsado del equipo desde el primer incidente. De eso se hubiera encargado el dueño, el señor Dan Rooney. Pero en Minnesota se encogieron de hombros y dijeron “Es Moss siendo Moss”. O sea, un patán, un golfo, un salvaje, al que se le disculpa todo… porque es famoso.

Consejo no pedido para volverse… ¡olvídenlo! Vean “Todo por un sueño” (To die for, 1995) con Nicole Kidman; escuchen el soundtrack de la película “Fama” (Fame, 1980, de Alan Parker), que todavía la hace y lean “Las ménades”, de Julio Cortázar, jocosa visión de lo letal que puede ser la fama provinciana. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 129115

YouTube Facebook Twitter Instagram TikTok

elsiglo.mx