Montado en el lomo de su amigo, como un fardo cada vez más pesado para el presidente, así va Ramón Martín Huerta. El secretario que se acobardó y rehuyó su responsabilidad en la muerte de dos subalternos suyos y la golpiza brutal a un tercero, hoy aparece escondido tras las botas de su compadre, y aunque hasta ahora conserva el cargo, políticamente es un cadáver, un lastre por el que Vicente Fox paga y pagará un alto precio si decide arrastrarlo a su lado.
Y es que Ramón no sólo incurrió en negligencia y dejó morir a agentes bajo su mando, sino que además cometió errores, graves torpezas cuando trató de explicar lo inexplicable y quiso salvar su pellejo con pretextos absurdos para justificar la inacción de la PFP en los linchamientos de Tláhuac.
Se sabe, por ejemplo, que en el Gobierno del DF, el grupo de asesores cercanos de Andrés Manuel López Obrador se reunió con el jefe de Gobierno después de aquellos sucesos trágicos para evaluar la situación. En el war room lopezobradorista se hizo un balance crítico de esos hechos y aunque fuera doloroso, lo que recomendaban sus estrategas a López Obrador era amputarse él mismo un miembro más: despedir a Marcelo Ebrard Casaubón, titular de la SSP, y con el sacrificio evitar una escalada mayor, política y mediática, contra su administración.
El sacrificio de Marcelo estaba decidido cuando Ramón Martín Huerta hizo aquella declaración -inscrita ya en las pifias monumentales- de los helicópteros que podían ser derribados a pedradas. Con esa perla iniciaba una caída brutal de su imagen que ni siquiera el encubrimiento de su compadre Fox ha podido parar.
En cuanto supieron del dislate de Ramón Martín, los estrategas de López Obrador detuvieron el cese de Ebrard. Cambiaron la estrategia y decidieron ir con todo en contra del secretario federal como corresponsable de las omisiones que permitieron los asesinatos colectivos. "Si se van a ir, que se vayan los dos", concluyó el cuarto de guerra capitalino... Marcelo salvaba el pellejo por un par de semanas y evitaba un despido directo del jefe de Gobierno que hubiera sido su muerte política automática. Ramón, en cambio, abría con sus torpezas toda clase de frentes políticos y mediáticos, y ponía al presidente Fox en el delicadísimo dilema de poner sus afectos personales por encima de la Ley y la justicia. A Ebrard le autorizaron defenderse en los medios y lavar su imagen para que, de ser despedido por Fox, tratar de rescatarlo políticamente.
Mientras a Huerta le pidieron cerrar la boca y esperar la decisión de su compadre. Y la decisión llegó dos semanas después: al inquilino de Los Pinos le ganaban los afectos, y más como compadre que como jefe de Estado, decidía visceralmente el cese humillante de Marcelo Ebrard, mientras encubría a su protegido y usaba como "chivo expiatorio" al comisionado de la PFP, José Luis Figueroa, con argumentos legaloides y burocráticos que a nadie convencían.
Al correr sólo al secretario capitalino y proteger a su amigo, el presidente dio argumentos a López Obrador para hablar de una "decisión política" contra su secretario y el hombre que se perfilaba como su candidato a sucederlo. Le evitó además al jefe de Gobierno la pena de ser él quien corriera a Ebrard y le dio la posibilidad de tratar de revivirlo políticamente, aunque los signos de Marcelo se ven muy débiles.
Hoy Vicente Fox carga en la espalda al lastre de su compadre Martín. Apenas el sábado lo llevó arrastrando hasta su programa de radio y conversó con él como si no pasara nada y aquellos policías que cumplían su deber y cuyo único error fue confiar en sus jefes, entre ellos Ramón, no hubieran sido masacrados a golpes y quemados vivos por la turba enardecida.
Si lo corre o no, el daño político está hecho y a los muchos problemas y turbulencias que le esperan en su fin de sexenio, el presidente agregará el traer a cuestas -con lo delicada que tiene la columna- a un fardo, un cadáver que hará que cada vez que se pueda le recuerden que fue un presidente inequitativo, que mientras se hacía cómplice y encubría a sus amigos, aplicaba todo el peso de la Ley -y un poco más- a sus adversarios.