Ninguna nación del orbe debe alegrarse de lo que está sucediendo en Estados Unidos de América que pronosticamos ni en cien años podrán quitarse de encima la neurosis que les produce la nada remota posibilidad de que se produzca un nuevo atentado terrorista en su territorio. Lo que ahora están sufriendo es una paranoia pues, a cualquier parte que voltean, no miran más que moros con tranchete. La eventualidad no los deja dormir. Lo peor del asunto es que el mundo ignora si se está corriendo un riesgo de verdad. Podría pensarse que, después de lo que pasó con las torres gemelas del World Trade Center y el edificio del Pentágono, cualquier precaución es poca. Esta por demás decir que no hay sosiego en sus corazones. La alarma anaranjada ha logrado crear una atmósfera de psicosis tal que está levantando sólidos muros de desconfianza y generando una xenofobia que hace un buen rato no se veía. El país de la democracia, donde todo ciudadano es libre por el simple hecho de pisar su suelo, poco a poco se está convirtiendo en un estado policíaco, donde quienes quieren entrar son sospechosos a los que hay que interrogar, esculcar, fichar, hurgar en su calzado, oler sus calcetines, considerando a cada uno de ellos como un fedayín en potencia.
Hay quienes opinan que los extremos a que están llegando tiene mucho que ver con las elecciones que han de celebrarse en unos cuantos meses en aquellas latitudes. Esto es, que quienes actualmente manejan los hilos de la política en Washington están preparando la reelección de su líder. Que mejor manera de presentarlo a sus ciudadanos, dicen los que sustentan esta conjetura, como el garante de su seguridad cuya disposición a arrasar pueblos enteros lo hace el más viable aspirante a no salir de la Casa Blanca. Es un candidato que no teme actuar exterminando a quienes su Gobierno decida unilateralmente que son merecedores de ser eliminados por constituir una amenaza a la paz mundial. De ahí, deducen, quienes sostienen esta teoría, que hay que poner a temblar a los electores, para que los dedos al oprimir el botón de la máquina electoral, lo que parecería un contrasentido, estén firmes y no se equivoquen.
Pero si el susto estuviera fundado ¿sólo ha de ser capaz de llegar en una aeronave? ¿Por qué no por mar o por tierra? Esto de que el ataque vuelva a ser por aire apoyaría la hipótesis sustentada por quienes consideran que con esas drásticas medidas lo único que se pretende es meter miedo a los electores. Aún está vigente en la mente de cada uno de los americanos el vivo recuerdo del momento en que, después de ser secuestradas, las aeronaves son usadas como mortíferos proyectiles dirigidos contra sendas construcciones erigidas orgullosamente por el hombre. El pánico, la angustia y el asombro, del cual aún no logran salir los ciudadanos, es un terreno fértil donde pueden sembrarse la duda sobre si algo semejante está a punto de suceder. Allá en lo profundo de su ser subsiste la memoria de épocas prehistóricas, cuando el humano habitaba en las cavernas, viendo sin ver en la oscuridad de la noche, escuchando trémulo de pavor el rugido de las fieras.
No creo que pueda anidar en la mente de un político, por perverso que sea, la idea de crear un espantajo buscando obtener el sillón de la sala oval. De lo que estoy consciente es que si transcurre el tiempo y no atrapan a nadie podría pensarse que los servicios de inteligencia o son muy torpes o están siendo víctimas de un colosal engaño. Sería una tomadura de pelo lo que tiene al mundo en vilo. De ser así, sería una guerra que estarían ganando aquellos que difunden una patraña. Lo que están haciendo es poner los nervios de punta nada menos que a la totalidad de los que habitamos en el mundo occidental. Eso es lo grave del asunto. La cabeza caliente y dando giros puede provocar cualquier cosa. Con esa tesis de que hay que atacar ipso facto, cuando se presuma que hay un peligro inminente, a juicio de quienes manejan la política en la Casa Blanca, la pistola más rápida de Texas, quizá se vea tentado a disparar primero. Hay algo de azaroso que no se puede presagiar del todo. El arma del vaquero trae en la punta de cada bala una ojiva nuclear capaz de terminar con todo vestigio de vida sobre la superficie terráquea.