EDITORIAL Columnas Editorial Caricatura editorial Enríquez

José López Portillo/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Hace apenas dos semanas y a raíz del anuncio de compra total de Bancomer por capital español, Amparo Espinosa Rugarcía exigió al ex presidente José López Portillo desagraviar la memoria de su padre, Manuel Espinosa Yglesias, ofendido a su juicio por López Portillo el primero de septiembre de 1982, cuando anunció la expropiación de la banca. Que sepamos, el ex presidente no acusó recibo de esa exigencia. Le hubiera servido de excusa el acelerado deterioro de su salud, que al parecer fue también la causa de que no se formalizara el reclamo ministerial a declarar sobre eventuales crímenes que formaron parte de la Guerra Sucia con que el Gobierno aplastó los brotes armados de los años setenta. La Fiscalía Especial no llegó a citarlo, pese a que su nombre figuraba en la denuncia de los impulsores de su indagación.

He allí dos ejemplos, simbólicos, de la estela que hasta el día de su muerte dejó López Portillo en la vida pública mexicana. Corresponden a las caras contrastantes más importantes de su paso por la Presidencia de la República: una política económica que no administró la abundancia y sí propició la más cuantiosa salida de capitales en la historia de México y la apertura política, que ensanchó la vida electoral y parlamentaria con tal proyección que hoy vivimos de los réditos generados por aquella inversión, iniciada en 1977.

Las dos medidas corresponden a otros tantos, distintos talantes del Gobierno de López Portillo. Su discurso inaugural sobrecogió, podemos decirlo sin hipérbole, a la nación necesitada de esperanza en todos los órdenes, tras los estragos, igualmente en todos los órdenes, producidos por el atrabiliario Gobierno de Echeverría. Muy pronto comenzó a concretar ese nuevo aire, en el ámbito en que podía operar con mayores márgenes: la reforma política. La vida electoral se había estrechado tanto que López Portillo fue candidato único. Y la vida social estaba en amplia medida regida por la violencia, la de los grupos insurrectos y la de las bandas que los perseguían. A esas dos vertientes perversas respondió la reforma mediante el ensanchamiento del sistema de partidos y del Congreso, a través de la representación proporcional. Junto con esas medidas, la amnistía contribuyó a la convivencia democrática, como lo hizo a la ampliación de la vida pública —así fuera a la distancia de un cuarto de siglo— el derecho a la información, implantado entonces y sólo posible en los hechos hoy.

Exitosa esa reforma, fue mucho menor y aun amargo, el fruto de la política económica emprendida por quien durante dos años fue secretario de Hacienda y creyó encontrar en ese lapso las claves para manejar las finanzas públicas como si fuera en él destreza antigua. Confirió a los ingresos procedentes de la exportación de crudo una importancia abultada, pero no consiguió sembrar el petróleo, es decir convertirlo en plataforma sólida para el desarrollo nacional. Ciertamente, el Producto Interno Bruto en la primera mitad de su administración produjo prosperidad pero no la abundancia a cuya administración debíamos habituarnos, según su dicho. No lo hicimos y tampoco nos deshabituamos del despilfarro y la corrupción.

La caída de los precios del petróleo en 1981 produjo el derrumbe de la frágil arquitectura económica que sobre esa ganancia se había fincado. Y se desarrolló la espiral diabólica en que la desconfianza genera desconfianza. La dolarización de la economía, auspiciada por el Gobierno, desfondó las reservas: de depósitos por 210 millones de dólares en 1976, se pasó en 1982 a 12 mil millones de dólares. La mayor parte de ellos eran resultado de una ficción cuyos coautores, los depositantes, se revolvieron furiosos cuando se enfrentaron a la realidad: entregaban pesos que los bancos registraban como dólares sin que los hubiera (y se creó así la moneda falsa llamada mexdólares), por lo que a la postre devolvieron pesos.

A la dolarización siguió la desdolarización, el drenaje de dinero producido por trabajo mexicano hacia el exterior. Al justificar la expropiación bancaria, López Portillo informó que había treinta mil millones de dólares invertidos por mexicanos en bienes raíces en Estados Unidos, e importaban 54 mil millones de dólares los depósitos mexicanos en la banca territorial norteamericana. Aunque después se haría una batida propagandística contra los sacadólares (como si no hubiera en la acción correspondiente un ingrediente de legítima defensa del patrimonio de los pudientes), nos quedamos sin saber cuántos miembros de la clase política y con qué montos, figuraban entre los que confiaban en las leyes y los réditos norteamericanos por encima de los mexicanos.

Expropiar los bancos y controlar los cambios fueron medidas tardías y por lo mismo contraproducentes. Generaron una reacción que tendría largo alcance. El Consejo Coordinador Empresarial consideró “totalmente innecesaria” la expropiación y anunció que “traería graves consecuencias para la vida económica del país, ya seriamente vulnerada en estos momentos”. Fue más allá la cúpula empresarial: la consideró “un paso definitivo hacia la estatización de la vida económica del país, estatización que es ineficiencia, burocratismo, corrupción y amenaza totalitaria”. Por todo eso el CCE juzgó que se había “traspasado un umbral crítico”.

Así López Portillo produjo el rompimiento de los empresarios con el régimen. Seis años después el líder del CCE era candidato presidencial panista. Se llamaba Manuel J. Clouthier.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 74676

YouTube Facebook Twitter Instagram TikTok

elsiglo.mx