Eran los tiempos de la dominación del PRI. En un pequeño pueblo se iba a elegir alcalde. Gente del partido se dirigió al panteón a sacar nombres de muertos para inscribirlos en el padrón electoral. Fueron tumba por tumba copiando los nombres inscritos en las lápidas. Llegaron a una cuyo nombre estaba ya borroso por los años, y no se podía leer bien. "Ni modo -dice uno de los empadronadores-. A este muertito no lo ponemos". "¡Cómo no! -protesta el otro-. ¡Tiene tanto derecho a votar como los otros!"... Doña Anfisbena, señora mal encarada, salió muy temprano de su casa, escoba en mano. A esa hora regresaba a la suya Empédocles Etílez, el borrachín del barrio. "Muy buenos días, mi estimada" -saluda el temulento a la usanza de los ebrios, quitándose el sombrero y haciendo una trabajosa reverencia. "¡Mi estimada su abuela! -rebufa la mujer, que era muy puntillosa en tratándose de la forma como la gente debía dirigirse a ella-. ¡Lo que debe usted hacer, borracho insolente, es irse ya a su casa a dormir la mona!". Y así diciendo esgrimía la escoba con iracundia. Esforzándose por no caer replica el beodo con tartajosa voz: "Primero, mi distinguida, sáqueme de una duda: ¿va usted a barrer o va a volar?"... El inspector del fisco le dice al dueño de la tienda de mascotas: "Se ve usted muy próspero. Supongo que ha de vender mucho". "Señor -responde humildemente el de la tienda-. En los meses que llevo aquí sólo he vendido una paloma". Señala el auditor: "Su cuenta bancaria indica otra cosa". Explica el tipo: "Lo que pasa es que esa paloma la he vendido muchas veces. Es mensajera, y siempre regresa"... En el hospital le dice el médico al paciente: "Lo veo muy bien, don Gerino. Creo que lo daré de alta en unos cuantos miles de pesos más"... El cliente le pregunta al mesero Babalucas: "¿Qué hay de entrada?". Contesta el tonto roque: "Una puerta"... Cierto neoyorquino atravesaba por una crisis existencial de graves proporciones. Era hombre de posibles: dueño de una importante empresa relacionada con la computación, tenía una mansión en los suburbios, cinco o seis coches europeos de último modelo, un yate de 90 pies de eslora, una rica colección de cuadros impresionistas, un penthouse con vista a Central Park y una casa en Saltillo. Pero todas aquellas riquezas no lo satisfacían. Era muy desdichado; lo agobiaba el taedium vitae de que Horacio habló. Oyó decir que en las altas montañas del Tibet vivía un lama que poseía toda la sabiduría del universo -a más de la suya propia-, y fue a buscarlo para oír de sus labios el secreto de la vida. Después de muchos meses de fatigosa búsqueda halló al sabio varón en una caverna perdida entre los hielos últimos del Himalaya. "Maestro bueno -le dijo-. Vengo del otro lado del mundo a suplicarte, prosternado en tierra, que me reveles el secreto de la vida". Respondió el lama sin apartar los ojos de un punto que sólo él podía ver en el infinito: "Aunque vengas de un sitio tan lejano como las estrellas, aun así somos hermanos. ¿De dónde llegas a mí?". Responde con humildad el visitante: "De Nueva York, maestro". "Vienes entonces -sentenció el anacoreta- de esa civilización en donde reina ahora la computadora, fruto de la fría ciencia, de la técnica deshumanizada. Seguramente has pasado tu vida ante esa herramienta de la sociedad de consumo, y la conoces mejor que te conoces a ti mismo". "Así es, maestro bueno" -reconoció avergonzado el neoyorquino-. Me apena decir que he dedicado toda mi existencia a la computación". "Bien, hermano -dice el lama-. Hagamos un trato: yo te revelo el secreto de la vida y tú dime cómo le quito a mi computadora un desgraciado virus que le entró"... FIN.