“No hay nada que cueste tanto como ser pobre.” Paul Brulat
Apenas ahora se empiezan a contabilizar los daños causados por el huracán Isidoro en Yucatán y en otros estados cercanos. El número de muertos es relativamente pequeño, lo cual se ha atribuido a una mejoría en el sistema de alerta y a una mayor conciencia del peligro desde los tiempos del huracán Gilberto. Pero cuando se analizan los daños materiales, es imposible no darse cuenta de que el impacto de Isidoro ha recaído principalmente sobre quienes menos tienen.
Esto no debería sorprendernos. Los vientos, las lluvias y las inundaciones en principio se reparten por igual por toda la geografía. Pero no es igual el efecto en una casa de tabique y cemento que en una vivienda construida de lámina y cartón.
Los huracanes como Isidoro, o como lo fue Paulina en Guerrero y Chiapas hace algunos años, son desastres naturales que afectan fundamentalmente a los pobres. En eso se asemejan a ciertas enfermedades que, a pesar de tener causas directas en bacterias o virus diversos, son en realidad males de la pobreza, ya sea porque sólo atacan a quienes no han podido acumular defensas debido a una mala nutrición o a quienes viven en condiciones de insalubridad generadas por la pobreza.
Esto debería fortalecer nuestra convicción de atacar con mayor vigor que nunca la pobreza en nuestro país. Y, sin embargo, todavía nuestros políticos parecen paralizarse cuando se plantea atacar frontalmente el problema.
No necesitamos inventar el hilo negro. La experiencia histórica e internacional nos demuestra inequívocamente que sólo hay un camino para combatir la pobreza: la inversión productiva, ya que ésta es la única manera de generar empleos que permitan a la gente salir de su pobreza.
A pesar de eso, somos un país que sigue debatiendo acerca de si debe o no permitir la inversión. La gran controversia nacional sobre la apertura del sector eléctrico a la inversión privada es un retorno a la vieja discusión de si queremos un país que tenga inversión y genere nueva actividad económica. En el fondo, estamos discutiendo si realmente queremos combatir la pobreza.
Los mexicanos somos un pueblo muy curioso. Por una parte todos coincidimos en que la pobreza es el principal problema nacional a cuya solución debemos enfocar todos nuestros esfuerzos. Hay un consenso también muy generalizado sobre le hecho de que la inversión es la única manera de producir desarrollo y combatir esa lacerante pobreza. Pero cuando se quiere hacer una inversión concreta, de inmediato nos volvemos escépticos y buscamos maneras de detenerla. Es así que prohibimos la inversión —por ser privada o extranjera— en una enorme gama de actividades económicas, a pesar de que el Estado no puede proporcionar los niveles de inversión que requeriríamos para empezar a disminuir la pobreza.
Los pueblos que gozan de un buen nivel de vida son aquéllos que han realizado inversiones de manera adecuada y han podido generar producción económica y competitividad frente a otras naciones del mundo. En algunos casos esta inversión ha sido realizada por el Estado y en otros —los más numerosos— por empresarios privados. La inversión, a propósito, no se limita solamente a cuestiones materiales. La que se realiza en educación, por ejemplo, suele ser muy rentable para la sociedad en el largo plazo.
La enorme mayoría de los mexicanos nos hemos sentido conmovidos por las imágenes del desastre natural que ha agobiado a Yucatán y a otros estados del sureste de nuestro país. Es imposible no sentirse tocados en el corazón al ver familias o pueblos enteros que casi no tenían nada y que ahora han perdido lo poco que tenían.
Pero no culpemos nada más a las fuerzas de la naturaleza o a ese gobierno paternalista del que se exigen apoyos de emergencia cada vez que hay un desastre natural. Volvamos los ojos a la raíz del problema. Si lo hacemos, nos daremos cuenta de que la verdadera tragedia surge de la pobreza y no necesariamente del huracán. Por eso Isidoro, cuando alcanzó las costas estadounidenses del golfo de México, no dejó un saldo tan dramático como el que tuvo en Yucatán. De ahí la necesidad de dejar de lado las discusiones estériles y empezar a pensar cómo podemos generar más inversión y cómo hacer que ésta sea lo más eficiente posible y aumente de manera constante nuestra productividad y nuestra competitividad.
Operar Pemex
Un estudio preparado para los miembros del gabinete federal que participan en el consejo de administración de Pemex revela que, en caso de huelga, la empresa podría operar con apenas el 36 por ciento de sus 96 mil trabajadores sindicalizados. Seguramente se necesitaría un porcentaje incluso menor de los 20 mil trabajadores de confianza para mantener la operación.