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México y EUA, 20 años después

ARTURO SARUKHÁN

Veinte años después, las consecuencias geoestratégicas, políticas, psicológicas y éticas del 11 de septiembre de 2001 y la "guerra contra el terror" que siguieron al vendaval que desató ese día funesto, se han vuelto más evidentes. Sin embargo, relativamente poco se habla o escribe acerca de una de las relaciones bilaterales más impactadas por lo que ocurrió en la ciudad de Nueva York, Virginia y una pradera en Pennsylvania: la de México y Estados Unidos. Y como muchos asuntos de las relaciones internacionales, es una historia proverbial de oportunidades perdidas y oportunidades ganadas.

Días antes de la mañana del 11 de septiembre, el presidente George W. Bush recibía al presidente mexicano Vicente Fox para la primera visita de Estado de su administración. Al ver los fuegos artificiales -que Bush había organizado en honor a su homólogo- estallar sobre el monumento a Washington, el entonces senador Joe Biden, de pie detrás de mí en la escalinata de la Casa Blanca que conduce a la explanada sur de la residencia oficial, me dio una palmada en la espalda y exclamó: "Este presidente sí que los quiere mucho!". Y sin duda, la relación entre ambos líderes, electos ambos el año anterior, había tenido un arranque estelar. México estaba repensando prioridades en la agenda y por primera vez marcaba el diálogo diplomático al poner sobre la mesa una agenda ambiciosa para una reforma migratoria integral que incluía medidas de seguridad fronteriza y un programa de trabajadores temporales para dotar a ambos vecinos de movilidad laboral circular, mientras que Washington afirmaba la importancia primordial de la relación con México. Sentado en mi oficina en la cancillería mexicana después de la visita y viendo con incredulidad y horror cómo se derrumbaban las torres gemelas, supe que esa agenda -de por sí preñada, en la mejor de las circunstancias, de enormes complejidades políticas en Washington- se reformularía por completo.

Entre lo que se volvió evidente en las semanas posteriores a los ataques fue que México se había convertido en víctima de su propio éxito. Bush había tenido, hasta ese momento, agencia directa e impulsaba personalmente la relación con México. Con su atención ahora centrada en Afganistán y la inminente guerra contra el terrorismo, México perdió al principal impulsor de una relación estratégica y de un enfoque de gobierno integral dentro de la administración.

Pero fue la respuesta timorata y vacilante del presidente Fox a los ataques, lo que dinamitó la buena voluntad -tanto en la administración como en el Capitolio- que se había acumulado apenas unos días antes.

Desde principios de los noventa, México y Estados Unidos habían transformado profundamente su relación. Impulsados primero por la enorme convergencia socioeconómica desencadenada por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la creciente y más asertiva cooperación en materia de seguridad e inteligencia que surgió de los imperativos de seguridad de un mundo post-11 de septiembre obligó a ambos países a empezar a construir de manera paulatina una asociación estratégica y con visión de futuro basada en la responsabilidad compartida y los desafíos y oportunidades de una frontera terrestre de 3,000 kilómetros. Lo que impulsó esto fue la constatación cardinal de que si EUA llegase a percibir que México y una frontera porosa encarnaban una vulnerabilidad de seguridad nacional que pudiesen capitalizar terroristas, la agenda comercial y económica y la relación en su conjunto que se había forjado desde el TLCAN, se paralizarían. La prosperidad común y la seguridad común se entrelazaron irrevocablemente, y con buena razón.

Veinte años después de los atroces ataques en suelo estadounidense, es necesario que Washington efectúe una evaluación sobria y honesta de los intereses estadounidenses frente a México y a la necesidad imperiosa de no seguir tratando a México como un asunto estratégico de menor calado y relevancia en el andamiaje de la política exterior estadounidense. México, a su vez, debe asumir la necesidad imperiosa de profundizar y ampliar la cooperación para generar un paradigma norteamericano común de seguridad. Hoy nuestros líderes se encuentran en una encrucijada: lo que está en juego es la seguridad y prosperidad de millones de estadounidenses y mexicanos y, a pesar de los desafíos inherentes a una relación tan asimétrica, más de dos décadas de una historia que si bien no ha estado exenta de tensiones y desencuentros, conllevan también éxito estratégico y diplomático así como seguridad, convergencia y mayor interdependencia mutua.

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Escrito en: Editorial Arturo Sarukhan

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