Salvo rarísimas excepciones, por lo demás muy conocidas, no es frecuente que grandes figuras del deporte asuman compromisos políticos. Remarco: compromisos políticos, no modus vivendi o mera búsqueda de gajes o prebendas. Y menos aún que tales compromisos los encaren cuando están en la cumbre de su gloria, que les impliquen costos o riesgos inminentes.
Ciertamente también ha habido, hay y de seguro habrá políticos que a su vez utilicen en su beneficio a grandes estrellas del deporte, en especial durante periodos electorales, situación que también suele presentarse.
Caso muy distinto es cuando esas magnas figuras deportivas, por propia iniciativa, con sentido de responsabilidad y por lealtad a sus convicciones personales, asumen riesgos y compromisos en el terreno deportivo.
Tal es el caso del gran pelotero cubano Martín Dihigo (1906-1971), estrella fuera de serie a quien en su patria llamaban El Inmortal y en México, donde jugó pelota en diferentes clubes durante once años entre 1937 y 1950, cuatro de ellos en Torreón, se le conoció con el merecido sobrenombre de El Maestro. Esta faceta de su vida es poco conocida, porque sus biógrafos la pasan por alto o la abordan de manera marginal. Pero no en la biografía de la que es autor su hijo, Gilberto Dihigo, amigo dilecto, quien escribió “Mi Padre, El Inmortal”, obra que ya va en su segunda edición.
El autor, Gilberto, afirma que durante el tiempo que su progenitor fue pelotero activo “era bien conocida su posición ideológica”, aunque su papel como militante político haya sido posterior (pág. 255). Es decir, ocurrió tal militancia --digamos participativa-- en cuanto Dihigo concluyó su carrera como beisbolero activo.
Su retiro, por cierto, se presentó de la manera más inesperada y hasta graciosa. El propio Dihigo la narró en alguna ocasión a un cronista. La versión la recoge el libro biográfico de Gilberto, así:
Ocurrió al batear el primera base de El México, Chorejas Bravo, quien “dio un elevado, de foul para ser exacto, corrido y me puse --comentó El Maestro—debajo de la pelota, y después de atraparla la lanzo para la tribuna de sol. Y entonces --sigue Dihigo-- tiro el guante a las gradas (del antiguo Parque Delta de la ciudad de México). Un fanático me llamó para devolverme la manopla, pero le dije: ‘Quédate con ella, que no jugaré al beisbol nunca más’ “. A continuación comenta Gilberto: “Dihigo regresa a Cuba y se mezcla en la política desde una posición de izquierda” (p. 223). Era el año 1947.
Entra de lleno a la política. Colabora intensamente en la campaña del candidato a diputado por el Partido Socialista Cubano, Salvador García Agüero, “un negro muy culto”, quien triunfó en la elección gracias a la gran cantidad de votos que el ascendiente de Dihigo le consiguió. Posteriormente sale de Cuba luego del golpe de estado de Fulgencio Batista contra Carlos Prío, “al no admitir el hecho por ir en detrimento de sus ideas constitucionalistas y de libertad” (p. 243).
Prometió no regresar a su patria mientras permaneciera en el poder Batista. En esa época, dice su hijo y biógrafo, que “mantiene contactos con varios jóvenes del movimiento 26 de julio exiliados en México y coopera con dinero para su lucha insurreccional” (p. 246). Al triunfo de la causa, menos de una semana después de la entrada triunfal de Castro a La Habana, “el 6 de enero de 1959 llega Martín Dihigo a Cuba. Lleno de esperanzas –según escribe su hijo Gilberto-- viene a incorporarse a la naciente revolución cubana” (p. 253). Se presentó después la gran decepción de El Maestro, situación que lamentablemente Gilberto no aborda en el libro.