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PIÉNSALO, PIÉNSALO

SEGUIR CRECIENDO

ARTURO MACÍAS PEDROZA

Para sorpresa nuestra el niño creció de tamaño. Creció y nos hizo crecer durante sus tres años y medio de vida, en medio de cuidados especiales por su enfermedad congénita que no lo dejó hablar, saltar o subir a los árboles. La muerte por fin pudo liberarlo de tubos y aparatos. No faltaron las frases bien intencionadas; "Ya dejó de sufrir", "Es mejor así", "Esa no era vida". Pero ante la muerte de un niño no hay razones para justificarla.

De cara a la muerte las primeras reacciones no deben ser teóricas; deben consistir en una verdadera compasión que nos hace llorar con aquellos que lloran y testimoniar junto con ellos un amor invencible; su vida es valiosa para nosotros y para Dios, simplemente por ser vida de persona y no obstante sus limitaciones o apariencias: no nacidos, discapacitados física o mentalmente, enfermos, ancianos, pobres, extranjeros… Las personas que compartieron su vida con nosotros siguen viviendo en nuestra existencia, no solo como recuerdos, sino por la experiencia que compartimos: imágenes, olores, sensaciones que tejieron con nosotros seres espíritu-corporales para seguir su vida en la nuestra. Es como en Toraja, un pueblo del archipiélago de Indonesia, en donde los cuerpos de los que han muerto son puestos en un árbol para continuar creciendo.

La gente en los sepelios, se reencuentran para continuar la vida del que ha partido. A través de ellos él continúa a vivir. El hecho de la sepultura nos une para que siga creciendo en nosotros las relaciones que nos ha dejado quien ha partido. A través de quienes ama y lo aman continúa su vivir de otra manera. El reunirse en el sepelio nos permite compartir una pena común y aligerar el dolor, pero sobre todo tejer el entramado con nuevos hilos que son parte de ese espíritu humano que no termina con la muerte. Tenemos la necesidad de sobrevivir. La religión nos permite sentirnos habitados por la persona que ha partido y no sentirnos solos; nos permite evacuar la tristeza y el dolor. El muerto sigue vivo por los pedazos de alma que se tejieron con la existencia terrena, en cada momento de la vida, en cada celebración. Un día esas celebraciones van a terminar, pero hubo muchas celebraciones que construyeron eternidad y garantizan permanencia.

Toda persona es valiosa cualquiera que sea su condición; no podemos prescindir de ella sin sentir su ausencia. No es por egoísmo, sino por el dolor de la pérdida del ser amado, que no se quiere dejar de llorar su ausencia. Aunque estaba sufriendo, estaba tejiendo su existencia conmigo y se ha roto ese tejido que forma a las personas en el contacto cotidiano como fundamento esencial de nuestro existir. Cuando alguien parte, se lleva a aquel que por las relaciones de amor lo hizo crecer, y se queda con quien se construyó amando.

Las actitudes ante la muerte han tenido sus contrastes en el devenir de las culturas: la religión asirio-babilónica, las practicadas por los chinos o sintoístas, pasando por el Egipto antiguo o las que manifiestan una espiritualidad griega o romana, judía cristiana o islámica. La sociedad postmoderna aborda la cuestión de la muerte de forma inédita en razón de la mentalidad científica y laica que la impregna. Las ciencias médicas acrecientan la esperanza de vida, retrasan la senectud, prometen la inmortalidad. La muerte se ha hecho la principal prohibición del mundo moderno.

La actitud de nuestra sociedad ante la muerte parece escandalosamente contradictoria. Por una parte, hace de la muerte un tabú: algo chocante, que es necesario esconder y expulsar del campo de la conciencia. Por otra parte hay una visión de la muerte que corresponde exactamente a la abolición de los límites del pudor en todos los otros campos de la vida.

La mentalidad individualista de la sociedad actual hace de la muerte un traumatismo grave. Nadie se prepara a su rol de "doliente" al cual le es prohibido pensar antes. De ahí viene la ansiedad ente la ausencia de ritos y de medios de expresión de movimientos afectivos. Cuando se muere, se debe uno de comportar de modo que no pueda causar molestias a los vivos. Nuestros contemporáneos son casi insensibles a las "postrimerías del hombre". Por un lado, esta insensibilidad es favorecida por aquello que han llamado secularización o secularismo, con la carrera del consumismo que es su consecuencia. Por otro lado, los infiernos temporales que nuestro siglo ha terminado por imponernos, a su manera han contribuido a legitimar esta insensibilidad. Después de experimentar la violencia, la pobreza, la marginación, las catástrofes naturales, la pandemia y las desgracias personales ¿le queda aún al hombre algo peor que vivir en el más allá? ¿Puede temer más humillaciones y desprecios? ¿Puede tener aún miedo del infierno?

Un error teológico produce un error antropológico. La persona humana es considerada solo en razón de su utilidad. El aborto, la eutanasia, pero también la explotación y manipulación de los seres humanos, la corrupción y la falta de participación en el desarrollo de la comunidad, provienen de una concepción que considera al hombre como cosa. Él mismo se cree que estorba.

Pero el llanto de la madre ante la muerte de su "princesa" discapacitada, con retraso mental, epilepsia, y con muchos años en silla de ruedas, nos recuerda a todos que cada ser humano es valioso. Que nadie estorba y nadie sale sobrando. Que las experiencias interpersonales basadas en el amor, nos hacen seguir creciendo en humanidad. Solo el amor nos hace seguir creciendo.

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