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Afganistán

JULIO FAESLER

Desde la antigüedad, Afganistán ha sido el corredor de varios imperios, incluso, según algunos, el cementerio de muchos. Alejandro Magno, de Macedonia, Gengis Khan o Tamerlain pasaron por ahí para llegar a la India, que los reyes afganos invadieron para fundar la dinastía Mogul. Uno de ellos se alzó con el diamante Kochinoor y el trono del Pavo Real, que acabó en Persia.

La turbulenta historia afgana desde antes de la Edad Media hasta nuestros días es de constantes guerras entre tribus y sus emires y shahs, muchos de ellos extranjeros, o jefes y líderes más modernos.

El siglo XIX fue testigo de constantes conquistas y golpes de Estado. Su singular ubicación colocó al país siempre en el cruce de intereses. Para Europa la importancia estratégica de Afganistán fue clara. El zar Pablo de Rusia le propuso a Napoleón Bonaparte invadir India, para lo cual había que pasar por Afganistán. Más tarde Gran Bretaña libró tres guerras consecutivas en su intento por anexar Afganistán a su imperio y asegurar el paso hacia la India.

El partido comunista se forma en 1965 y, destronado el rey Mohammed Zahir Shah en 1973, se declara la república con el Partido Democrático Afgano del Pueblo, marxista-leninista, internamente dividido entre los radicales Khala y los moderados Parsham.

El presidente Amir Amanullah Khan, cercano a la URSS, moderniza el aparato comunista, suprime oposición, pero muere en otro golpe comunista con Nur Mohammad Taraki, que proclama una nueva independencia basada en "principios islámicos, nacionalismo afgano y justicia socioeconómica" y firma un Tratado de Amistad con URSS.

Las rivalidades entre líderes conservadores islámicos y antiguas tribus opuestas a los cambios sociales estallan en rebeliones armadas. Surge el movimiento guerrilla Muyahidín en áreas rurales opuesto al sovietizante gobierno. Los prosoviéticos, de áreas urbanas, llaman a la Unión Soviética, que invade al país en 1979, suscitando la contundente reacción de Estados Unidos.

En 1988 el millonario saudita Osama bin Laden y otros líderes forman Al-Qaeda para continuar su yihad, guerra santa, contra los soviéticos o cualquiera que se oponga a un régimen islamita fundamentalista.

Atribuyéndose haber vencido a la URSS se manifiestaría que Estados Unidos era el obstáculo más grande a la formación de un Estado islámico. Al año siguiente Al-Qaeda bombardea las embajadas americanas en Dar es Salam y Nairobi.

El choque entre las tribus y fuerzas extranjeras motivan los Acuerdos de Paz en Ginebra "para garantizar la independencia de Afganistán" de 1989 por los Estados Unidos, Pakistán, Afganistán y la URSS. Ahí se conviene en el retiro de 100,000 tropas soviéticas.

Los muyahidines siguieron resistiendo al régimen soviético, apoyado por el presidente comunista Mohammad Najibullah. Las guerrillas nacionalistas designaron a Sibhatullah Mojadidi como presidente de su gobierno en exilio.

Encabezados otros grupos por los muyahidines, atacaron Kabul en 1992 y eliminaron a Najibullah. Los muyahidines anuncian otro Estado islámico encabezado por Burhannudin Rabbani.

En 1994 los talibanes aparecen como una nueva milicia islámica, facción política paramilitar sunni; los talibanes ganan el poder prometiendo paz. La mayoría del pueblo, cansado de sequía, hambre, islámicos tradicionales básicos; se prohíbe cultivar la amapola para comercio de opio, pero se aplican las reglas más primitivas del Corán, amputaciones de castigo y ejecuciones públicas, incluso la del expresidente Najibullah. Restringen la educación a mujeres, que deben usar burka y no salir solas a la calle.

En su fiebre iconoclasta, "por ser afrentas al Islam", los talibanes dinamitaron en 2001 las grandes estatuas de Bamiyan. En ese mismo año destruyeron las Torres Gemelas en Nueva York, lo que se atribuyó a Osama bin Laden. EUA y Gran Bretaña respondieron con ataques aéreos a Afganistán. Escondido Osama bin Laden en Abbottabad, Pakistán, un equipo especializado norteamericano lo caza y mata en 2011.

EUA no reconoció a los talibanes como Estado. Ayudados por el presidente Hamid Karzai, instalan tropas para someterlos y controlar al país. Apoyaron la Alianza del Norte, encabezada por Ahmadshah Masoud, que sería asesinado en 2001 por unos sujetos disfrazados de periodistas.

En los 20 años que duró la intervención de las fuerzas de Estados Unidos murieron 2,300 soldados norteamericanos más los de miembros de la OTAN. Al menos 55,000 civiles inocentes afganos perdieron sus vidas. El costo para Estados Unidos ascendió a más de 8,000 millones de dólares.

El intenso esfuerzo conjunto de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN nunca encontró el compromiso necesario ni de los líderes políticos ni mucho menos de los incontrolables jefes tribales que, a lo largo de su historia, nunca se han sujetado a líderes foráneos.

La misión organizadora norteamericana se eternizaba sin vislumbrarse ni fin ni fruto sin detener un Gobierno talibán con aspiraciones de un "califato mundial". Una guerra justa es la que se emprende con un fin, además de moralmente defendible, de previsible resultado exitoso, sin costo exagerado en vidas y sufrimiento humano, y como último recurso para lograr su objetivo. Mantener las tropas en Afganistán resultaba a esta luz insostenible. El dilema se presentaba crudo y pide reconocer realidades desde una óptica ante todo humanista.

Sin duda que los Estados Unidos, y la OTAN, dejan al pueblo a la merced de los talibanes, de temibles antecedentes, de su acción de hace 20 años. Hay la posibilidad de que a lo largo de este lapso el pueblo afgano que registra una mayor escolaridad y que se encuentra cada vez más comunicado a través de las comunicaciones y redes internacionales haya desarrollado una capacidad de reacción frente a los abusos. Pese a los obstáculos, las mujeres están más escolarizadas que antes.

Para México el caso de Afganistán es de gran interés como ejemplo de la perspectiva siempre viva de superación de un pueblo por encima de la adversidad, incluso la de las autoridades.

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