Continuando con la cronología expuesta en el artículo anterior, una vez concluida la reforma agraria cardenista en La Laguna, en las siguientes tres décadas se construyen las más importantes obras hidráulicas con las que continúa interviniendo el río Nazas, las presas Lázaro Cárdenas o El Palmito (1947) y Francisco Zarco o Las Tórtolas (1968), con el fin de regular sus escurrimientos para controlar las inundaciones en la parte baja de la cuenca y utilizar el agua en la agricultura acorde con un plan de riegos.
La intervención gubernamental en la agricultura campesina a través del crédito rural oficial, la asistencia técnica y otras acciones, favoreció a los ejidos que a la par de dotarles de tierra les asignó dos tercios de los volúmenes de agua superficial almacenados en las presas, mientras que al sector empresarial se le facilitó la perforación de pozos para irrigar sus predios. Era la época del auge algodonero donde la fibra presentaba demanda creciente por la II guerra mundial y la guerra de Corea, situación que posteriormente cambió al verse afectada por las fibras sintéticas que desplazan a las naturales.
La caída de los precios internacionales del algodón condujo a diversificar el patrón de producción hacia cultivos más rentables, hortofrutícolas y forrajeros, siendo estos los que más crecieron por el impulso gubernamental que se dio a la naciente cuenca lechera, principalmente en predios privados, mientras que los ejidos continuaron sembrando algodonero y después en menor medida se enlazaron a la cadena productiva forrajero-lechero-láctea. Para mantener esta dualidad productiva entre empresarios y campesinos se intensificó la perforación de pozos de bombeo porque las aguas superficiales no fueron suficientes, iniciando un proceso de sobreexplotación del Acuífero Principal, que ya desde 1947 presentaba un desbalance hidráulico entre extracción y recarga por la operación de la presa El Palmito, cuando se deja de recargar 440 Hm3.
El bombeo de aguas subterráneas se realiza sin control por los agricultores en virtud de que no se realizaban los estudios sobre disponibilidad y tampoco, como hasta la fecha, se miden de manera confiable los volúmenes extraídos que permitieran monitorear el comportamiento del acuífero. Desde entonces se viene ejerciendo una cada vez más fuerte presión sobre esta fuente de agua, cuyo abatimiento ha incidido en la distribución y composición química del agua subterránea, siendo uno de sus efectos el aumento en la concentración de elementos que deterioraron su calidad, como el Arsénico y Flúor, cuyos efectos en la salud pública fueron detectados por los médicos desde hace poco más de medio siglo.
Esta situación sufre cambios a partir de la última década del siglo pasado, cuando el gobierno federal restringe los créditos a los ejidos, reforma las leyes de aguas y agraria, precipitando la quiebra de la economía campesina sostenida con fondos públicos pero deteriorada por la corrupción desde las propias instituciones gubernamentales y los liderazgos ejidales. La quiebra ejidal favoreció la transferencia de concesiones de agua subterránea y derechos de agua superficial a los empresarios agroganaderos, que aumentaron sus superficies de cultivo y el hato ganadero, monopolizando el agua, incrementando la presión sobre el acuífero al intensificar los bombeos y provocando que algunos grupos ejidales quieran recuperar sus derechos de agua.
La expansión urbana y el crecimiento demográfico en las ciudades han aumentado la demanda de agua para uso doméstico, por ello en la controversia que vivimos sobre cómo mejorar la desafortunada gestión que históricamente hemos hecho de este recurso, plantea el problema más allá del uso que se dio en la agricultura entre hacendados y colonos, entre empresarios y ejidatarios. La población sufre desabasto porque el agua fue monopolizada y es manejada conforme a ese uso histórico, hoy abusivo porque se extrae más de lo que se recarga de los acuíferos, o ineficiente porque de los volúmenes que se extraen de las presas se aplica un porcentaje bajo en los cultivos, ineficiencia que incluye el agua urbana en las ciudades por el deterioro de las redes de distribución en las ciudades.
El agua, sea superficial de los ríos o subterránea en los acuíferos, que al fin es la misma, ha sido parte de la historia ambiental, económica, social y cultural de los laguneros, es un bien común o patrimonio colectivo puesto que nuestra vida ha estado asociada a ella y por ello debería ser uno de los rasgos fundamentales que nos den identidad a los laguneros. La desecación del río Nazas presenta, a quienes vivimos en la zona metropolitana, un vacío que añoran los pocos que recuerdan la romería que se hacía cuando atravesaba las ciudades, placer que hoy se priva a las nuevas generaciones, esto y el ocultamiento de la forma en que se usa actualmente contribuye a que los laguneros no veamos en los ríos y acuíferos ese rasgo de identidad.
Al rememorar ese pasado de los laguneros asociado a los ríos Nazas y Aguanaval, surge la reflexión de si debemos continuar el desastre acumulado, otra vez, ahora con una mega obra, la potabilizadora, pretendamos afectar el último tramo vivo del río Nazas y uno de los pocos reservorios naturales que conservamos (contra viento y sombrerazo), el Cañón de Fernández, pareciera que queremos borrar de nuestra cultura ese rasgo de identidad ocultado para las generaciones que solo les ha tocado ver el lecho seco del río. Por ello los habitantes de las comunidades ribereñas de Lerdo están reaccionando ante el temor de ser afectados, porque ellos, a diferencia de los habitantes de las ciudades, se identifican con el río vivo, es parte de su forma de producir y vida, de su identidad. Ojalá logremos, en un futuro no lejano, recuperar nuestro río, y también el acuífero.
