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La Pascua

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

La celebración de la Semana Santa, coincide con días de diferencia con el cumplimiento de un año del encierro forzoso a que hemos sido sometidos los seres humanos, en la generalidad de la superficie del planeta, con motivo de la emergencia y propagación del coronavirus.

Para los cristianos del mundo, se trata de la prolongación de un tiempo de reflexión en torno a los misterios propios de nuestra religión y sin embargo, el encierro abrió la oportunidad a una experiencia de crecimiento espiritual, que ha estado a disposición de todos, no solo de los cristianos, sino de toda persona de buena voluntad. Lo anterior porque la reclusión en casa y la disminución o clausura total de nuestras actividades laborales ordinarias, nos han permitido apreciar que el nivel de aceleración en la velocidad de nuestros modos de vida, ha sobrepasado los límites de la naturaleza humana.

Desde el principio del encierro fuimos conscientes de la conveniencia de considerar el siniestro pandémico mundial como una adversidad aprovechable como ocasión para obtener bienes de condiciones hostiles, con el objeto de revertir la tendencia que ha sido creciente desde el siglo dieciocho, con la primera revolución industrial, cuya evolución vertiginosa hacia la era de la tecnología somete al hombre de hoy día a un veloz ritmo temporal, que configura la vida humana de acuerdo al proceso de trabajo y por ende, al funcionamiento de las máquinas. Bajo tales circunstancias, la vida humana principia y se agota en el trabajo y el consumo, y transcurre sin dirección ni sentido hacia el vacío sin un plan integral, al no tener nuestras miras puestas en un objetivo trascendente.

En tiempos pasados, la vida era considerada una marcha lineal con principio y fin, una peregrinación hacia lo trascendente, en un orden cósmico que consideraba el camino hacia un estadio superior para el espíritu y en cambio, en la sociedad de consumo el tiempo libre no aporta valor de contenido espiritual al ser humano, porque proporciona una mera relajación o desconexión evasiva, que no ofrece alternativa ni contrapeso al trabajo.

El filósofo coreano Byung Chul Han en cuyo pensamiento se inspiran los pensamientos precedentes, algunos de los cuales fueron incluidos en este espacio la Semana Santa del año pasado, considera que la crisis actual que ha hecho del ser humano un animal que trabaja, será superada en el momento en el que el hombre vuelva a combinar el trabajo con la contemplación del bien, la verdad y la belleza, que descubre a Dios al modo de San Agustín, en el yo profundo para que de ahí emerja, impregnando la vida social.

Las anteriores reflexiones que fueron oportunas hace un año siguen siendo vigentes, porque la limitación de la movilidad continúa ya no como encierro absoluto salvo en el caso de Chile y otros países que han sufrido un rebrote que ha obligado a dar marcha atrás en los proceso de normalización puestos práctica en todas partes del mundo, con la diferencia de que la aplicación masiva de vacunas iniciada hace tres meses, nos permite avizorar la luz al final del túnel. Lo anterior sea dicho considerando además que la experiencia de vida en las condiciones impuestas por la pandemia, ha puesto a prueba nuestra capacidad de adaptación al medio con relativo éxito, salvo las víctimas de la mortalidad que cada uno de nosotros hemos tenido que lamentar, con independencia de su impacto estadístico.

La situación ya no es la misma que enfrentamos en la primavera del año pasado. Para los cristianos la esperanza del fin de la pandemia que avizoramos, constituye un destello de la Pascua en la que celebramos a Cristo Resucitado, que vuelve a la Gloria que le corresponde después de su pasión, muerte y encierro de su cuerpo amortajado transitorio en el sepulcro. De cara a esa Esperanza, ojalá que la experiencia del encierro pandémico haya sido y sea aprovechada para replantear nuestra relación con el ritmo del tiempo en la vida del hombre contemporáneo, y asumamos una normalidad distinta y mejor a la que existía al inicio de la pandemia.

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