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Acuerdo del desacuerdo

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RENÉ DELGADO

La reunión del martes pasado en Palacio Nacional entre el Ejecutivo federal y los mandatarios estatales no expresó un acuerdo por la democracia, sino un desacuerdo. Una desavenencia que, de no encontrar alguna fórmula de arreglo pronto, en vez de fortalecer, terminará por debilitar la democracia en un marco de incertidumbre económica, comercial, judicial y diplomática.

Se niega esa realidad, atribuyendo la tensión prevaleciente a la temporada electoral, pero late el peligro de una crisis combinada.

El pretendido acuerdo por la democracia es hasta hoy el secreto de Estado mejor guardado.

De seguro lo conoce el promotor, el presidente de la República, pero no quienes lo suscribieron, si lo suscribieron. Al parecer, ni la gobernadora sonorense Claudia Pavlovich, en su calidad de presidenta de la Conago -órgano, por lo demás, que ya no agrupa ni representa al conjunto de mandatarios estatales-, fue distinguida, concediéndole la dicha de leer el documento.

Si ella no lo hizo, mucho menos los gobernadores, a los cuales se les presentó la hoja donde habrían de estampar su firma, pero no el texto íntegro. Dóciles, callados y sentados, quienes lo hicieron rubricaron un documento que ni siquiera saben lo que dice.

Fue, pues, el acuerdo del desacuerdo.

Muy probablemente, el texto condensa la carta leída y enviada a los gobernadores por el Ejecutivo federal el pasado 23 de febrero, "cuando recordamos tristes y avergonzados -establece la misiva- el horrendo crimen cometido por déspotas y tiranos en contra del presidente Francisco I. Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez".

Un escrito tan largo como alambicado, con el cual el presidente López Obrador pretende emular justamente al Apóstol de la Democracia y en donde fija siete principios a guardar por los mandatarios, incluido él, durante la campaña electoral. Principios ya establecidos en la ley que hacen del acuerdo un absurdo: cumplir con lo obligado.

Quizá ese sea el contenido, pero el continente -o, si se quiere, la ceremonia donde se formalizó el compromiso- expresó justamente lo contrario.

Aun cuando la misiva presidencial propone "de la manera más horizontal y respetuosa que establezcamos un acuerdo nacional en favor de la democracia", la ceremonia borró la intención.

El acto se realizó a puerta cerrada en un plano no horizontal, sino vertical -o, al menos, inclinado-, dando realce al presidente de la República, ubicándolo de pie en el estrado, e insignificancia a los mandatarios, sentándolos a ras de superficie. Ni siquiera fue una audiencia porque ni hablaron.

No hubo ni por asomo la idea de llevar a cabo la reunión en territorio neutral, en vez del Palacio Nacional; de armar una mesa redonda en muestra de paridad; de abrir el diálogo como muestra de civilidad y deseo de escucharse unos a otros; o de animar, aun con las diferencias, un encuentro en vez de un desencuentro.

Por si algo faltara, ni como invitados de piedra fueron considerados los consejeros y magistrados electorales, así como los dirigentes partidistas. No acudieron ellos, pero sí el general Luis Cresencio Sandoval y el fiscal Alejandro Gertz Manero, jefes de la Fuerza Armada y el Ministerio Público, deslizando un mensaje inoportuno.

Si el texto del acuerdo aún no ha sido revelado, el escenario y el guion de la ceremonia donde fue suscrito fueron reveladores. Dejaron otra vez en claro quién escribe, propone, convoca, habla, decide y manda.

El Ejecutivo puede anotarse esa victoria pírrica, pero no honra así a Francisco I. Madero ni enaltece su propia figura.

No lo consigue porque tras escribir, leer y enviar la carta, convertida en acuerdo inédito, del foro presidencial hizo tribuna de defensa del hoy (quién sabe mañana) defenestrado e impresentable candidato de Morena al gobierno de Guerrero, Félix Salgado Macedonio; pódium para cuestionar con sorna al árbitro del concurso, acusándolo de formar parte de "una estrategia política en contra nuestra, para que el movimiento de transformación no tenga mayoría en la Cámara de Diputados"; plataforma para dirigir, negando encabezar, a su partido.

No se honra así al héroe ni se enaltece a su apologista. El mandatario no se erigió en estadista, sino en militante; no en apóstol, sino en apóstata.

En los juegos de poder no es inusual que competidores directos e indirectos, así como árbitros, jueces y fanáticos pierdan, al fragor de la disputa, el límite y el horizonte de su actuación. Parte de eso se está viendo estos días. La pérdida de la noción política.

Los partidos opositores sencillamente no dan pie con bola y, por lo mismo, no le apuestan a su acierto, sino al desacierto del gobierno y su partido. Morena se confió en el arrastre popular de su líder y poco le importó colocar a un gerente de dirigente al frente de su organización. Tampoco se interesó en postular como candidatos a sus mejores cuadros, eso se lo dejó a la tómbola, la encuesta o la popularidad, los eufemismos de la decisión mayor. A algunos consejeros los tentó y tienta la idea no de arbitrar, sino de jugar sin dejar el silbato. A algunos magistrados los anima fijar tarifa a sus criterios. Y a más de un gobernador jugar, simulando nadar de muertito.

En esas condiciones se va a una contienda que presagia un conflicto superior al supuesto en una elección democrática. Y se va a ese conflicto cuando en el frente económico, comercial, diplomático y judicial casi se oye cómo se amarran navajas y se afilan cuchillos.

Hay un desacuerdo, más valdría arreglarlo, reubicar el rol de cada actor y factor de poder y conjurar, así, el peligro de hacer de una contienda electoral un conflicto con derrame en otros campos tanto o más importantes.

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