Les quiero platicar que esta semana empecé una serie que me dejó literal con la cabeza dando vueltas sobre cómo, las mamás -y papás- continuamente pensamos que nuestro sistema de educar es mejor que el del otro y cómo, por más buenas intenciones que tengamos, el amor con el que eduquemos o el sistema que tengamos, siempre tendrá puntos ciegos.
Siempre habrán cosas que hagamos mal y siempre, obviamente, habrán cosas que nuestros hijos odien de nosotros y por las que los dejemos traumados y tengan que gastar parte de sus ingresos futuros en alguna terapia para superarnos y hacer la paz con los que les tocó. Y pues ni modo, todos pasamos por eso.
Lo que sí no se nos puede escapar es que bajo nuestra bandera de "soy tu mamá o papá" dejemos ver que nuestros hijos son seres diferentes a nosotros y dejemos de permitirles ser quiénes son; que prefiramos quebrarlos con tal de que entren en nuestro molde, o romper con ellos antes que aceptar que son una persona distinta a la que quisiéramos que fueran.
Que entendamos que nuestro sistema puede funcionar bien para un hijo y pésimo para otro y, entonces, hay que tener la sabiduría y humildad de encontrar otro sistema. Que los hijos, a veces, no van a encontrar en nosotros todo lo que necesitan y está bien que lo busquen en alguien más. Que el privilegio que es dar vida no nos da derecho, de ninguna manera, de controlar a los hijos… que no somos sus dueños. Nuestra labor es, únicamente: amarlos, guiarlos y maravillarnos de todo lo que son, lo bueno, lo malo, lo peor y lo gozoso.
Los hijos vienen especialmente diseñados para rompernos los esquemas y son, sin lugar a dudas, los maestros que la vida nos manda para trabajar todas esas cosas en las que cojeamos, lo que más nos cuesta, lo que más nos choca, lo que más nos reta. Ser papás es el examen profesional de la vida.
Si lo hacemos bien, no tengo que explicarles la maravilla que es y, si lo hacemos mal, nos costará la relación con ellos e, incluso, la ruptura permanente del vínculo y, entonces, la pérdida más dolorosa y permanente de nuestra existencia. Hacerlo bien implica, antes que nada, entender que son un ser humano. ¡Una persona! Independiente. Libre. Distinta a nosotros y con sus propias ideas, necesidades, opiniones y agenda. Desde que son pequeños. Lo más difícil es soltar y saber que tanto soltar y cuando hacerlo, se los digo por experiencia.
Por eso creo que hay que soltar poco a poco y desde lo antes posible, desde dejarlos decidir qué ponerse en cuanto quieren hacerlo, servirse cuánto quieren comer, dejarlos equivocarse, experimentar, enseñarles a tomar decisiones y respetar lo que decidan (aunque sepamos que no va a salir bien) y aprender a maravillarnos de la persona en la que se van convirtiendo desde muy pequeños permitiéndoles descubrir, solos, sin tener que entrar en moldes, en patrones… en nuestras expectativas.
Y soltar es directamente proporcional a dejar nuestras expectativas pero, también, a dejarnos de realizar y definir a través de los hijos. Pensamos que lo que nuestros hijos son, nosotros somos. Nuestra vida va más allá de nuestros hijos. Porque ¿qué creen? Que nosotros también somos personas, no solo las mamás y papás de otras personas. ¿A qué hora se nos olvidó eso?
En realidad lo que todos queremos, creo, es tenerlos cerca. Siempre. Que salgan al mundo pero que siempre regresen, nos traigan nietos, o historias, o aventuras y logros y proyectos. Que nos traigan, también, sus tristezas, sus angustias, sus corazones rotos y sigan siempre necesitando nuestros abrazos para curar, casi, cualquier cosa.
Eso es lo que tenemos que pensar cuando nos cueste trabajo soltar: que cada mala decisión o, cada vez que queramos romperles su esencia, los estamos alejando de nosotros y, entonces, paremos y recalculemos la ruta y entendamos que nuestra única misión es darles valor para crear la flama que los impulsa hacia adelante pero no convertirnos en su flama.
Y saber que nada es más importante que nuestra relación con nuestros hijos. Lejos de pretender hacerlos a nuestra medida, permitámosles descubrir quiénes son y que abran sus alas. Seamos solo un espectador (y su principal porrista) y les aseguro que formaremos personas mucho más completas y mucho mejores habitantes de la Tierra para construir un mundo mejor.
El único truco es soltar. Soltar el control. Soltar nuestras expectativas, nuestros miedos, nuestras angustias debemos mandar a la goma todo lo que los demás opinen de nuestra forma de educar a nuestros e hijos y les recomiendo; abracen a sus hijos en toda la extensión de la palabra. Démosles la bienvenida y optemos por aprender de ellos, en lugar de pretender que cumplan con las expectativas y las ideas caducas que nos pusieron en nuestras cabecitas.
Nada me parecería más triste que tener hijos que por darme gusto, dejaran de ser quiénes son y se pasaran la vida fingiendo, siendo completamente infelices, eligiendo una carrera, una pareja, o una manera de ser, solo para complacerme. Y peor aún, perderlos.
Porque incluso con las mejores intenciones, podemos echarles a perder la vida. Solo tienes una oportunidad con cada hijo. No la desperdicies.
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