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Biden vs. Putin, un asunto geopolítico y personal

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

En 2001, el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, se reunió en Eslovenia con el presidente de Rusia, Vladimir Putin, de quien dijo: "lo miré a los ojos, lo encontré muy sencillo y digno de confianza; pude tener una idea de su alma". Diez años después, en 2011, el entonces vicepresidente estadounidense Joe Biden se reunió en Moscú con Putin, a la sazón primer ministro ruso, a quien le dijo, según su versión: "señor primer ministro, le estoy mirando a los ojos, y creo que usted no tiene alma". De acuerdo con Biden, Putin sonrió, lo miró y le respondió: "nos entendemos". Una década después, en 2021, Biden es presidente de la Unión Americana y Putin sigue en el poder como presidente de la Federación Rusa. En una entrevista transmitida la semana pasada por ABC News, Biden ha dicho que cree que Putin "es un asesino" y que, de alguna manera, "pagará el precio" de sus desafíos e injerencias en la política interna de EUA. La respuesta de Putin ha sido una frase reticente, "le deseo buena salud", y un reto: debatir en línea públicamente. En dos décadas, la imagen que Washington tiene del líder ruso ha cambiado de forma radical, con excepción de Donald Trump, quien siempre se refirió a Putin con respeto e, incluso, admiración. Pero en el caso de Biden, hay un trasfondo personal.

La mirada de Bush Jr. reflejaba una esperanza ingenua de que el entonces nuevo presidente de Rusia fuera a ajustarse a los lineamientos e intereses de Washington y a emprender un proceso de modernización democrática liberal. Nada más alejado de la realidad. Si bien Putin al principio fue cuidadoso de no mostrar todas sus cartas para evitar despertar las alarmas de Occidente, nunca dudó en trabajar para consolidar un proyecto distinto al que la potencia americana esperaba. Los altos precios del petróleo en la primera década del siglo XXI le ayudaron a recomponer la maltrecha economía rusa y, sobre todo, a modernizar y poner a punto sus fuerzas armadas. Los primeros dos cuatrienios le sirvieron para posicionar a Rusia nuevamente entre las economías más grandes del mundo, fortalecer al ejército, recuperar el orgullo nacional y proyectar otra vez influencia en su espacio geopolítico euroasiático. El interregno de Dimitri Medvédev como presidente sirvió para intentar apaciguar los temores de que Putin construyera un régimen unipersonal; no obstante, en la realidad seguía ejerciendo poder desde su asiento de primer ministro.

Cuando regresó a la presidencia en 2012, ya no tuvo empacho de guardar ninguna apariencia. Estaba convencido de que el Gobierno de Obama pretendía desestabilizar a Rusia patrocinando protestas contra su presencia en el poder, y de que EUA y la OTAN querían cercar a su país impulsando la caída de regímenes afines a Moscú para instaurar Gobiernos prooccidentales. En su tercer periodo como presidente, la política exterior rusa se volvió más asertiva y temeraria, incluso rivalizando con la hegemonía estadounidense en Oriente Medio y haciendo frente al avance de la OTAN en Europa Oriental. En ese contexto debe leerse el apoyo decidido y decisorio que Moscú le brindó a presidente de Siria, Bashar Al Asad, para evitar ser derrocado por grupos terroristas y fuerzas insurgentes, estas últimas patrocinadas por Washington. También es el contexto de la anexión de Crimea por parte de Rusia cuando el nuevo Gobierno de Ucrania, auspiciado por EUA, se distanció del Kremlin. Al final de su mandato, la dupla Obama/Biden nada pudo hacer para detener a Putin en Siria y Crimea. El presidente ruso les ganó la partida geopolítica, y el prestigio que ese éxito le granjeó le sirvió para afianzar y endurecer su poder interno frente a una oposición cada vez más activa y más escuchada en Occidente. Pero el asunto no termina ahí.

El Partido Demócrata de Obama y Biden está convencido de que el Gobierno de Putin intervino en las elecciones de 2016 para inclinar la balanza hacia el republicano Donald Trump. Más recientemente, Biden ha declarado que el presidente ruso estuvo detrás de la campaña de desprestigio en su contra que se desplegó en redes y medios para tratar de minar su posibilidad de llegar a la presidencia de EUA. A esta acción se refiere el mandatario estadounidense cuando dice que, de alguna u otra manera, Putin pagará el precio de sus injerencias electorales y desafíos. Y es que, según la Casa Blanca y el Pentágono, desde hace años el Kremlin ha emprendido una cruzada en el ciberespacio para atacar intereses e instituciones estadounidenses con la finalidad de desestabilizar a la potencia americana. A todo lo anterior se suman las fuertes sospechas de que Putin ha estado detrás de atentados contra figuras clave de la oposición rusa y del contraespionaje occidental dentro y fuera del territorio del país euroasiático, lo cual exhibe la incapacidad de la inteligencia estadounidense, así como las crecientes limitaciones del poder de EUA. Por si fuera poco, Rusia hoy cuenta con el arsenal nuclear más grande y sofisticado del mundo, a la par de que utiliza el gas natural, que posee en abundancia, como carta estratégica de presión con los aliados europeos de la Unión Americana.

La imagen que el establishment demócrata han construido de Putin es la de un perverso villano, frío, calculador y casi todo poderoso que, incluso, puso y controló al expresidente Trump, y que elimina o encarcela a sus adversarios políticos. No estoy seguro de que esta imagen le perjudique en todo el mundo a Putin; tal vez, al contrario, fortalece su figura de temible hombre de mano de hierro que tanto le gusta presumir. Pero en la retórica demócrata estadounidense que, no hay que olvidarlo, tiene un gran aliado en la industria cultural de Hollywood, la figura del villano ruso ha servido para justificar muchas decisiones geopolíticas, incluso guerras. No obstante, la subida de tono de Biden con Putin no está exenta de la motivación personal. Es un golpe a tres bandas para, primero, alertar al Kremlin de que Washington ya no está dispuesto a tolerar los "excesos" del mandatario ruso; segundo, marcar distancia de la postura asumida por Trump y mandar un mensaje al público estadounidense y a sus aliados en el mundo, y tercero, hacerle ver a Putin que los viejos y nuevos agravios no se olvidan. El problema es que la retórica agresiva de EUA y las acciones que emprenda contra el actual Gobierno ruso no solo afectan poco a Putin, sino que, al final, pueden abonar a su discurso nacionalista y defensivo, aumentar su popularidad interna y justificar un mayor endurecimiento del régimen y su proyección externa. Además, golpear al presidente ruso mientras se presiona a China, el verdadero gran rival hegemónico de EUA, puede aumentar la ya de por sí fuerte coincidencia de Moscú y Pekín, quienes, ante un enemigo común, consolidarían una alianza militar estratégica. Pero esto es tema para otro artículo.

@Artgonzaga

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