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Las ideologías ¿valen su precio?

JULIO FAESLER

Hay momentos en que hay que ser intransigentes. Los principios de honradez, generosidad, comprensión y respeto a la situación o la opinión del prójimo... Se presencia demasiada intransigencia motivada en la soberbia de no dejarse vencer en la discusión.

Tener una idea fija respecto al futuro al que se aspira supone detectar hasta qué momento es eficaz. No es correcto decir que el fin justifica los medios; es frecuente que los medios que se emplean impidan obtener el fin que se buscó.

En relaciones internacionales la primera definición es hallar sintonías incluso cuando los antecedentes históricos son ralos. Las intolerancias son obstáculos, aun si se quieren sostener con argumentos constitucionales que solo valen en casa.

El deseo de cultivar una buena relación con otros países está en función de la coincidencia de fines. Puede suponerse que el objetivo primordial de un país es la felicidad y el bienestar de su pueblo tal y como lo definió el rey de Bhutan hace ya más de 10 años y que inspiró la creación de un comité en NN. UU. para monitorear el Índice de Felicidad de cada país.

Cómo encauzar las medidas que lleven a ese estado ideal tiene que ver con la forma que se pretende promover y luego proteger esa evolución. Los ingredientes de tales medidas deben ser concretos y específicos para que cada ciudadano perciba una mejora en su calidad de vida.

Todos los Gobiernos se comprometen a lo anterior, pero lo normal es que las concepciones de cómo ha de cumplirse ese fin superior lo frustran. La intransigencia en que el camino ha de ser de una u otra manera hace que la visión que la autoridad tiene de sus objetivos se distorsiona y acaban siendo rechazados por la población a que se destinaban.

Las inconformidades que hoy día se manifiestan en contra de los esquemas económicos que se aplican en todo el mundo y que se transforman en graves problemas políticos indican que las medidas instrumentadas por los Gobiernos han errado el blanco y lejos de resolver inequidades sociales las han ignorado o acentuado. Estos esquemas generalmente nacidos en el siglo XIX requieren ser reorientados o, según algunos, sustituidos.

Los temas son crudamente simples porque nuestras necesidades también lo son: abasto alimentario, cuidado a la salud, empleo digno y decente, escuela para todos y seguridad personal. Los índices sociales se deterioran al crecer la pobreza y las caravanas de migrantes congestionan vías terrestres y marítimas.

En todo el mundo crece la inquietud por el cambio climático y desatención a los pasos que se requieren para salvar al género humano de los desastres ambientales probables en el siglo que está corriendo. Es la preocupación que debe estrujar a la juventud.

Los partidos políticos parecen atizar viejos rescoldos y develar más enigmas y en crisis de reclutamiento. Los ejercicios electorales se hacen más conflictivos en lugar de ser eventos democráticos en el sentido más usual del término.

Se proponen soluciones que solo tocan por encima los problemas. Es patente la escasez de líderes; cunde la desorientación. Ante la ineptitud de los partidos y de sus líderes las agrupaciones ciudadanas toman las riendas de algunas situaciones.

La evolución del ejercicio político va marginando las ideologías que en todo el Siglo XX no produjeron más que horrendas guerras sin que a la postre hayan servido para evitar que acabáramos en la actual inconformidad general.

La lección la debemos aprender aquí, en nuestro México, que en las elecciones del 6 de junio debemos hacer lo necesario para presentar al electorado un panorama más animador que el que tenemos a la vista.

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