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La insensibilidad del ideólogo

JESÚS SILVA-HERZOG

El ideólogo no es solamente ciego, es también insensible. No reconoce otra fuente de indignación más que la que es combustible de su propio programa. No todo sufrimiento lo conmueve. Si no es llama de su causa, el dolor de los otros es la experiencia más remota, la más ajena. Solo la rabia de los suyos le parece digna. La de los otros es un engaño.

La torpeza del presidente López Obrador frente al feminismo no es pura ceguera intelectual, no es solamente el achaque de un conservador que es incapaz de tomarle el pulso a las causas más hondas y más potentes de la hora. Es, ante todo, un trastorno de la sensibilidad. En su respuesta a las exigencias feministas se revela claramente el perfil de un político obsesivo que deja de ver, pero, sobre todo, la insensibilidad de un hombre que es incapaz abrirse a la experiencia de otros.

López Obrador ignora los datos que no le gustan, desatiende la crítica lanzándose a la descalificación de quien la formula, cierra los ojos al efecto de sus decisiones y se empecina en seguir la ruta que trazó desde un principio. Su respuesta ante el dolor de las víctimas de la violencia machista es la consecuencia emocional de esa cerrazón: indiferencia y aun hostilidad a quien se duele por causas que no aparecen en el listado de agravios por él reconocidos. ¡Ya chole!, dice. Ya basta de hablar de la violencia machista y del respaldo político que le da mi partido. Hablemos de lo que yo quiero hablar y solamente de eso.

El comodín que usa para explicarlo todo no sirve para comprender las demandas feministas. La dicotomía política de liberales contra conservadores que el presidente esgrime cotidianamente es absurda, cuando no contraproducente para su causa. El feminismo, literalmente, lo saca de quicio. Se trata de la irrupción de una agenda que lo desborda, que lo fastidia, lo exaspera. Ninguna oposición logra ese efecto. Ni este periódico, ni los intelectuales, ni las organizaciones de la sociedad civil, ni lo que queda de los partidos, lo enfada como lo hacen las mujeres que exigen lo elemental. El libreto ideológico le funciona para justificar el dispendio disfrazado de austeridad. Machaca eficazmente el relato histórico para atizar sus pleitos y para dispersar las distracciones. Me parece que todavía son recursos útiles porque magnetizan la polaridad, porque alientan a los suyos y porque provoca a los otros. Son, en efecto, las riendas retóricas de la conversación nacional. Pero los reflejos presidenciales ante el feminismo lo dejan solo, lo exhiben hasta con los suyos como criatura de un tiempo ido, lo confrontan con seguidores que apenas se atreven a balbucear su enfado pero que saben perfectamente bien que las manías del presidente son indefendibles.

Al atropello del arrebato se suma el atropello de la protección política. A la violencia del impulso brutal, la agresión del desprecio desde la cúspide del poder. El presidente López Obrador ha agredido con el peor de los insultos a las mujeres que denuncian la violencia machista. Lo ha hecho reiteradamente. Ha negado que las activistas sean propiamente sujetos. Las describe agresivamente como instrumentos al servicio de las peores causas del país. No actúan por sí, sino al servicio de otros. Sabiéndolo o no, sirven "objetivamente" como juguetes de la reacción.

Si el feminismo ha sido la gran energía opositora en estos años es precisamente porque rompe las categorías que ha impuesto el relato oficial. Oposiciones, medios, organismos empresariales han terminado jugando en una cancha ajena para que el dueño del terreno imponga su dominio. Todas esas voces funcionan, en alguna medida, como resistencias prefiguradas y bienvenidas por el poder. El feminismo es otra cosa. No se alimenta de una nostalgia para restaurar el pasado reciente sino de la causa más radical de nuestra era. Se trata de un radicalismo justiciero que nada tiene que ver con la actuación política del régimen, convencido de que al feminismo se responde con cargos en el gabinete, evasivas y desdén.

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