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El costo de no saber gobernar

ÉDGAR SALINAS URIBE

Las decisiones políticas son de interés general porque afectan al conjunto de la población, en mayor o menor medida, claro está, pero siempre impactan. Desde las determinaciones más simples tomadas a nivel municipal, como por ejemplo las reglas de tránsito o el costo de los servicios de limpieza y agua, hasta las más complejas en el eslabón nacional de gobierno, como pudieran ser los modelos de seguridad pública, las deudas a contraer, el gasto en salud y educación o el tipo de energías a incentivar (al momento de escribir este texto se presentó otro apagón, dicho sea de paso) son decisiones que, estemos conscientes de ello o no, impactan a nuestras decisiones, nuestros bolsillos y, en definitiva, a nuestra vida.

Por eso, gobernar no es tan fácil como pudiera parecer ni tan sencillo como han querido señalar ciertos actores políticos. Desde luego, para quien se encuentre al frente de un cargo público y su integridad y honorabilidad como servidor o funcionaria pública no sea un incentivo para su actuación, es muy probable que su desempeño lo motive el interés personal del mero mantenerse en el poder. En casos así, desgraciadamente abundantes, la función pública se convierte en todo, menos en una responsabilidad asumida con decoro y honestidad ante el inevitable impacto que su tarea y decisiones conllevan.

En este contexto, podríamos preguntarnos por qué en nuestro país es tan sencillo para muchos profesionales de la política perpetuarse en las estructuras del poder pese a sus desastrosas actuaciones en el servicio público. Una de las respuestas que encuentro es que en México no se castiga a los malos gobiernos. Y no se castiga porque el medio privilegiado en la democracia para esa sanción, que es el voto, desde hace décadas tiene la peculiaridad de estar sumamente condicionado a múltiples factores: corporativismo, ayudas, compras, asistencialismo, desinformación, engaño, etcétera.

Otra explicación que encuentro es que la toma de decisiones políticas y su análisis implica un nivel de especialización difícil para las mayorías si no hay una comunicación de por medio que facilite la comprensión de los impactos sociales de las decisiones de poder. Difícilmente podemos entender las motivaciones de tales determinaciones no solo porque no podemos ser expertos en todas las áreas de gobierno, pero también por la asimetría de la información. Esto último se supone que lo subsana la comunicación ofrecida por la oposición política, los organismos de la sociedad civil, ciertos segmentos de la academia, los medios de comunicación. En otras palabras, el insumo al alcance de la sociedad en general para valorar las decisiones políticas se encuentra en el campo de la comunicación pública, en el ámbito de la opinión y la interpretación. Y la historia tiene centenas de ejemplos de cómo en ese terreno la propaganda suele superar a los argumentos con sustento.

Un ejemplo inmediato de lo anterior es la disputa por la verdad en torno a la gestión de la pandemia en nuestro país: hace un año el vocero oficial comenzó a emitir información, recomendaciones y decisiones de política pública que en el día a día impactaban comportamientos sociales y sus repercusiones calaban las estructuras económicas y sociales de la nación. Poco a poco diversos especialistas comenzaron a cuestionar las decisiones sustentadas en análisis rigurosos de la información disponible. Al poco tiempo comenzaron a advertir errores y riesgos mayúsculos debido a las decisiones políticas tomadas. El tiempo, trágicamente, les ha dado la razón. Pero lejos de ser escuchadas esas voces, han sido objeto de ataques personales y avasallados por la propaganda.

Este caso es un doloroso y extremo ejemplo del costo de malas decisiones de política pública. La información revelada por especialistas con base en la información a su alcance y hasta la divulgada por agencias oficiales como el INEGI, muestran que la gestión de la catástrofe ha sido errónea y trágica. En cualquier crisis y ante condiciones semejantes aquel país con el peor desempeño no puede argumentar que hizo las cosas bien. Eso sería propaganda. Algo así nos ha ocurrido: comparado México con países cuya población, comorbilidades y condiciones económicas son semejantes o incluso menos prósperas, los resultados de la gestión mexicana son fatalmente peores. No puede decirse que se gestionó bien la pandemia. No puede decirlo un servidor público honesto consigo mismo. Termino esta columna y el apagón continúa.

@EdgarSalinasU

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Escrito en: editorial Edgar Salinas Uribe

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