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La puerta falsa del populismo

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La retórica oficial en la mayoría de los países en donde se han instaurado regímenes de corte populista gusta de repetir una historia: en los últimos treinta o cuarenta años la élite política ha hecho de la corrupción y los privilegios su modus operandi renunciando a la representatividad ciudadana y a la defensa del aparato de bienestar con la consecuente pérdida de beneficios de las clases medias y el aumento de las desigualdades económicas; "el pueblo", que al fin "ha reaccionado", ha votado o presionado para acabar con esos Gobiernos y elegir al "Gobierno que verdaderamente representa los intereses populares". Si bien es cierto que la primera parte del diagnóstico puede corresponder a una realidad más o menos general, la segunda es engañosa y tramposa, ya que pasa por alto importantes elementos de análisis y, sobre todo, deja de lado el asunto central que define la política populista de nuestro tiempo, a saber: ser producto del mismo neoliberalismo que tanto se critica en las actuales esferas del poder, ya sea desde la izquierda o la derecha, ya sea con ese nombre o con otros. Para decirlo de forma directa: el populismo contemporáneo de derecha y de izquierda es la otra cara de la misma moneda del neoliberalismo. Ambos forman parte y nutren al sistema capitalista global, le sirven para desmantelar a las desgastadas instituciones civiles representativas y abren la puerta a una clara deriva autoritaria en aras de la "soberanía", la "seguridad", el "desarrollo" o el "combate a la corrupción".

Un análisis reciente e interesante sobre este fenómeno es el del doctor en Literatura Comparada Joseba Gabilondo, plasmado en su libro Globalizaciones. La nueva Edad Media y el retorno de la diferencia. Al parafrasear al filósofo Ernesto Laclau, Gabilondo escribe que "hoy en día, debido a la crisis política reinante, la estructura política imperante en el mundo es el populismo, y dicha lógica política da respuesta a demandas diversas e incompatibles de la 'gente'. En su forma más radical, el populismo no recurre a un mensaje político o a una ideología, sino a un líder o mandatario, el cual, con su cuerpo y con el carisma que desarrolla, consigue plasmar las demandas heterogéneas de la gente, por medio de los afectos, o más específicamente, a consecuencia de una identificación afectiva." Y es precisamente esta identificación afectiva la que lleva a los partidarios del líder a justificar cualquier dicho o acción de este y a descalificar y atacar a quienes lo cuestionan. Basta asomarnos a lo que ocurre en los países que han tenido en las últimas dos décadas o tienen ahora regímenes populistas para identificar, con sus matices, estas realidades: Estados Unidos, México, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Brasil, Reino Unido, Francia, Italia, Rusia, Turquía, etc. En todos los casos, los políticos populistas terminan convenciendo a sus simpatizantes de que bajo su mandato o representación todas las demandas del "pueblo", por contradictorias que sean, encontrarán tarde o temprano solución, lo cual, dicho sea de paso, nunca termina siendo cierto.

Un primer problema con las reivindicaciones del populismo es definir eso a lo que políticos y mandatarios llaman "pueblo". La ambigüedad del término, su forma difusa, abre la puerta a la manipulación y el engaño. Tras la aparente totalidad incluyente de la abstracción "pueblo" se esconde una visión sesgada en la que el único atributo común es la simpatía con el líder populista. Es decir, todo aquel que se asuma abiertamente como partidario y defensor a ultranza de su Gobierno gozará del beneficio de formar parte del "pueblo", que según el país adquiere el calificativo de "bueno", "verdadero", "profundo" u "originario". Todos los demás solo pueden ser considerados como enemigos, bajo la lógica excluyente y antidemocrática de que "quien no está conmigo está contra mí". Y en la lucha por la reivindicación de ese "pueblo real", en el que puede haber antiguos enemigos o, incluso, miembros de los viejos Gobiernos que "saquearon o destruyeron al país", las sociedades terminan alimentando las espirales de polarización ya existentes producto de la desigualdad económica. De un lado aparece ese corpus defensor de líder populista y del otro, todos aquellos que no están de acuerdo con él. Es decir, no hay ideología ni principios, solo afectos, simpatías, conveniencias y oportunismos, los cuales se manifiestan también en un revisionismo histórico que de forma artificiosa hace parecer al Gobierno populista como heredero de un lejano pasado idílico que hay que recuperar y salvar del embate neoliberal.

El otro problema profundo del populismo es que los Gobiernos que se apegan a él no son solo consecuencia del neoliberalismo, sino que son su producto más acabado. Y esto se manifiesta en dos hechos principalmente. El primero es que todos los líderes del populismo, sean de izquierda o de derechas, provienen del mismo sistema que los llamados neoliberales y, por lo tanto, han sacado provecho de él, aunque lo critiquen de forma exaltada. Ya sea que hayan pertenecido a los antiguos partidos oligárquicos o hegemónicos, se hayan desempeñado en esos Gobiernos hoy despreciables, o que hayan amasado sus fortunas gracias a las políticas neoliberales, sus vínculos con ese pasado satanizado son innegables. Es por eso que tienen que hacer uso de una retórica encendida y redundante para ocultar los lazos que los unen al "viejo régimen" y poner el foco en los enemigos creados, no importa que en esencia se parezcan tanto a ellos. El segundo hecho que evidencia al populismo actual como producto político del neoliberalismo es la continuidad de las políticas de fondo, enmascarada tras los cambios de formas. Los escándalos constantes, la oratoria estridente, el señalamiento persistente, ayudan a levantar el escenario de la gran simulación de una supuesta transformación. Pero, si miramos bien, las tendencias impulsadas por el neoliberalismo no solo continúan en los Gobiernos populistas, sino que en muchos casos se aceleran y afianzan. Ahí están, por ejemplo, el desmantelamiento del aparato de bienestar, sustituido por la falsa e insostenible caridad del líder; la destrucción o involución de las instituciones civiles del Estado, mientras las fuerzas militares aumentan su poder y presencia en la vida pública, y el manoseo a conveniencia de los derechos y libertades ciudadanas, fingiendo su defensa cuando en realidad se avanza en su deterioro. Visto de forma cruda, el populismo dice combatir al neoliberalismo cuando en realidad le está haciendo el trabajo sucio con el aval del "pueblo bueno". Por eso, tenemos que ver al populismo como lo que es: una enorme puerta falsa.

@Artgonzaga

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