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Ética marmolejo

FEDERICO REYES HEROLES

Un lugar de leyendas en las faldas de un volcán que le da nombre, sitio frío de tierra fértil, cielos abiertos donde la mirada se pierde, como en un cuadro de Velasco. Morir allí en Jocotitlán, donde él creció y murió su padre. Ese sueño suyo lo truncó el COVID.

Cómo distinguir a un gran hombre, de uno normal, de mediocre o de un malvado. No es la riqueza, tampoco los grados universitarios, menos aún ese espejismo que llamamos éxito. Son los valores que guían una existencia los distinguen a unos de otros. Durante más de cuarenta años tuve el privilegio de contar con su compañía en el trabajo. Un día escuché una metralla, volví la vista y lo observé teclear a una velocidad inaudita. Era un hombre muy corpulento, de manos fuertes y dedos gruesos que le provocarían problemas con los pequeños aparatos digitales. En aquel entonces todo era mecanografiar, corregir a mano y volver a mecanografiar, mucha paciencia de por medio. Nacieron las fotocopiadoras, es la era prefax. Su nombre, Bernardo Marmolejo.

Me formé como profesor y burócrata en la UNAM: desde abajo, jefe de unidad, de departamento, subdirector, director, Coordinador de Humanidades, investigador y finalmente miembro del Patronato. Cuando mi encargo, subdirector, supuso un puesto de secretaria y sabiendo que los candidatos a becarios y becarias desfilarían por allí, decidí que un rostro osco, una voz grave, de barítono, porque además de todo cantaba opera, sería una buena carta de presentación. Aceptó y allí empecé a aprender de él. La seriedad era su mayor troquel, seriedad que se manifestaba en su puntualidad excesiva, siempre llegaba antes, también en su silencio al recibir instrucciones, en su disposición sin límite al trabajo. Decir no, estaba fuera de su vocabulario. Tampoco sabía darle la vuelta a un asunto a ver si otro lo pescaba, hacerse guaje, vamos.

Su discreción era total. Podía uno confiar en que de su boca no saldría nada de lo que escuchaba o veía. Sus padres fueron campesinos, la descendencia migró a la ciudad a buscar mejores horizontes, como decenas de millones en nuestro país, movilidad real. Algunos hermanos lograron ser profesionistas, él terminó la preparatoria y la necesidad lo llevó a trabajar. Sin embargo, su educación era muy fina, él la fue forjando. Nunca palabras altisonantes, muy respetuoso con las colegas, esto mucho antes de que el tema estuviera en boga, era un caballero que las auxiliaba por convicción. Llegó a ser el jefe del almacén de un periódico. De allí su orden para los números. Pero su entereza tenía que ser descubierta, por qué él, por sí mismo, no la hacía notar.

Un ejemplo, no mentía, punto. Ninguna concesión al respecto. Lo cual lo llevaba a una consecuencia: admitir los errores. Me equivoqué decía afligido, bajaba la mirada de su rostro enorme y asumía las consecuencias. Sin más, a corregir de inmediato sin reparo. Vivir supone errar y corregir. Se me olvidó, y se agarraba la frente dándose una leve palmada. Ese simple hecho lo situaba en una dimensión moral que habitan muy pocos: los que no mienten. Enamorado de México y de sus tradiciones, era sin embargo muy crítico de perder el tiempo en festejos, pasteles en las oficinas y esas cosas. Nada de lujos ni grandes fiestas. El trabajo como mística personal. Con el tiempo y mucho esfuerzo compró una casa por Iztapalapa, a la que le hizo modificaciones y añadidos para la comodidad de su familia de clase media. Manejó eternamente un VW escarabajo al que daba mantenimiento personalmente. Así ahorraba.

Se guardó desde marzo pasado en su casa sin salir y el perverso virus lo alcanzó. Nunca pudo retirarse en Jocotitlán. Murió un gran ser humano.

Esta dolorosa historia personal viene a cuento porque si la Ética Marmolejo nos gobernara con solo dos de sus principios, no mentir y admitir los errores para corregir, otra sería nuestra realidad. Hoy a México lo ahogan las mentiras y las necedades.

Descanse en paz el caballero Marmolejo.

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Escrito en: Editorial Federico Reyes Heroles

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