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Exageraciones y absurdos

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RENÉ DELGADO

Complejo en extremo, con sombras fuertes y luces tenues, enorme dolor y angustia, el año por concluir deja, entre otras cosas, un legado de exageraciones. Acciones o conductas antipolíticas marcadas por la desmesura, el simplismo, la inconsecuencia, la necedad y, en más de un caso..., el dogma.

Desde, ante y en torno al poder, más de un actor echó mano del exceso, la desproporción, el disparate o la doctrina ciega para justificar supuestos objetivos que, aun vestidos de seda, dejaban asomar el forro de una postura absurda o torcida.

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Golpismo y dictadura. Con gran ligereza, desde el poder se denunciaron tentaciones golpistas, buscando desactivar así cualquier resistencia al proyecto presidencial.

La idea de un golpe llegó a alcanzar carta credencial en la discusión pública. Difícil concluir si, con ese motivo, el Ejecutivo disminuyó la presencia de Benito Juárez en su discurso para abrirle espacio a Francisco I. Madero, a fin de sustituir al héroe glorificado por el mártir sacrificado por la canalla.

En el contraste, ante la nulidad de la oposición, sectores de la llamada sociedad civil resistentes al proyecto presidencial aplicaron argucias y zancadillas para neutralizarlo o frenarlo, denunciando visos autoritarios o dictatoriales en el mandatario y agitando como bandera ataques a la libertad de expresión, la cual practicaron no siempre con responsabilidad.

En la exageración, empataron la discusión sin entrarle al debate en serio.

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Militarización. Otra desmesura, acusar irreflexivamente la militarización del país, cuando sólo en el ámbito de la seguridad pública puede hablarse al respecto. Terreno, por lo demás, donde la oposición aprobó abrir la puerta a los militares, aun cuando luego quiso matizar su postura.

Lejos de llamar las cosas por su nombre y reglamentar el artículo 29 de la Constitución con el objeto de regular entre los poderes, por un espacio y tiempo preciso, la suspensión de garantías ante la actuación del crimen, la oposición apoyó crear un cuerpo más de seguridad, como lo es la Guardia Nacional, nutrido, formado y co-mandado por el instituto armado.

Fuera de ese ámbito, las nuevas tareas asignadas a las Fuerzas Armadas no implican, necesariamente, el empoderamiento de los militares ante y a costa de los civiles. Con una fuerza administrativa (burocracia) anquilosada, sin clara vocación de servicio y en buena medida corrompida, valerse del Ejército y la Armada, en tanto fuerza institucional organizada y disciplinada, con clara cadena de mando, capacidad logística e implante nacional y, a la vez, subutilizada, no es descabellado. En rigor, esa decisión parece responder a tres propósitos: uno, transformar la función de las Fuerzas Armadas; dos, fortalecer su vínculo con la sociedad, el cual se venía perdiendo al limitar su misión en el combate al crimen que, dicho sea de paso, las venía socavando; y, tres, resolver problemas que, dada la disfunción de la burocracia, abrían espacio a negocios privados con elevado costo para el Estado.

En la lógica de quienes advierten la militarización del país se tendría, entonces, que suspender el auxilio de las Fuerzas Armadas en casos de desastres naturales. En la nueva circunstancia, lo conveniente es fortalecer la fiscalización de la actuación de los militares, ahí, donde ahora están presentes.

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Virus y proyecto de nación. Si aún antes de la llegada del virus, los ajustes operados -acertados y no- en distintas áreas de gobierno planteaban serios problemas y retos a la administración, la Covid-19 vino a agravarlos.

Mantener en sus términos el proyecto oficial, en vez de ajustarlo ante la circunstancia, ha llevado a cifrar en la tragedia humana, el desastre económico y la crisis sanitaria, la suerte del resto del sexenio. La muerte, la enfermedad y el desempleo provocados por el virus han sido dolorosos y, aun así, el proyecto oficial no se ha movido un ápice, ni siquiera en el desarrollo de obras de dudosa viabilidad, sustentabilidad y rentabilidad.

Destinar recursos a esas obras ha agravado la situación de quienes directa o indirectamente se han visto afectados por la epidemia. El absurdo no tiene justificación. Algunos de esos proyectos -en particular, la refinería y el Tren Maya- podrían suspenderse y, superada la crisis sanitaria, revisar su pertinencia.

Es una desmesura aparentar que nada ha cambiado pese a la epidemia. La administración aún no resiente el costo de la simulación de actuar como si la condición política fuera la misma.

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Partidos sin democracia. Si bien es cierto que no hay democracia sin partidos, también lo es que sí hay partidos sin democracia. El régimen de partidos se encuentra en crisis.

La oposición sin proposición ni dirección no acaba de entender y mucho menos de remontar el brutal revés electoral de hace dos años. Ambiciona poder sin lograr definir para qué. Limita su función a contener al gobierno y su partido, pero carece de propuesta. Sabe qué no quiere, pero no qué sí quiere y, así, su alianza semeja un matrimonio de interés.

A su vez, sin el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, Morena da tumbos. No institucionaliza sus relaciones internas ni acaba de definir su organización y la voracidad política lo divide, negándole la imprescindible cohesión para dar un frente a la oposición y la resistencia.

Tamaño absurdo pone en un apuro a la democracia y hunde al régimen de partidos.

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Insistir en el absurdo, la exageración o el dogma político sólo profundizará la confrontación y el desencuentro nacional, en el marco de las elecciones que, por naturaleza, subrayarán diferencias y no coincidencias, justo cuando la circunstancia exige un mínimo de unidad en la pluralidad.

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