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El niño despojado

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

La estampa del nacimiento de Jesús en una cueva utilizada como establo para la guarda de animales domésticos, revela la humillación del Hijo de Dios que se despoja a sí mismo de su condición divina (Filipenses 2: 5-8). La vida de Cristo es un despojo constante. A la alegría del nacimiento sigue la angustia de la familia emigrante que huye a Egipto (Mateo 2:13-15), para salvar al niño de la persecución de Herodes; en el Calvario Jesús es despojado de sus vestiduras para ser colgado en la cruz (Lucas 23:26-56) y pasa a la Gloria de la Resurrección a través de un sepulcro vacío, prestado por José de Arimatea, porque el Hijo del Hombre no tiene en dónde recostar su cabeza (Mateo 8: 20).

El nacimiento del Dios Niño tiene un doble sentido salvífico y pedagógico. Salvífico, porque en la Encarnación del Verbo que implica la presencia de Dios entre nosotros, opera un rescate en virtud del cual, el hombre recupera su relación con la divinidad y genera la perspectiva de su trascendencia hacia la vida verdadera. Otro objetivo de la venida de Cristo es pedagógico, porque el acompañamiento de Jesús es una enseñanza que muestra el camino para enfrentar las vicisitudes de una vida azarosa que desde la era de las cavernas, hasta la modernidad digital contemporánea, implica una marcha de la humanidad hacia el encuentro consigo misma y la fuente de su origen.

El despojo que de su condición divina hace el Salvador, se concreta en el niño que nace en la pobreza y sufre de carencias semejantes a las que padecen los pobres de aquel tiempo y de nuestros tiempos. El ser humano como tal también es un ente despojado de su propia naturaleza original, anterior al destierro, y esa condición lo pone a merced de las fuerzas del universo material incluida la enfermedad y la muerte física; a esto se debe que la pandemia de COVID 19 nos exhibe hoy día como seres despojados, porque pone al desnudo nuestras debilidades e imperfección es decir, nuestra condición de naturaleza caída.

Lo vulnerable de la humana naturaleza, se refleja entre otras cosas en la debilidad de nuestros sistemas políticos y de seguridad social y la pandemia nos despoja no solo de nuestra salud física sino de nuestra salud emocional, y de la normalidad de nuestra vida familiar, social y laboral como la conocíamos y en particular, nos ha despojado de una parte sustancial de los ingresos que determinan nuestra calidad de vida en lo económico. Para las víctimas mortales de la pandemia, el contagio del virus las ha despojado de su vida corporal, lo cual ha implicado en cada caso, la pérdida de la persona fallecida para sus seres queridos.

Por ello la posibilidad de celebrar el nacimiento de Jesús en las condiciones actuales es la oportunidad para que asumamos la Navidad en su profundo sentido espiritual, del que ha sido despojada con nuestra complicidad y complacencia, hasta ser convertida en un evento comercial como el "buen fin", o cualquier otro exceso consumista. Para quienes somos privilegiados porque en lo material no carecemos de lo indispensable, las limitaciones que estamos viviendo nos ofrecen la oportunidad de asomarnos al sufrimiento de quienes en el día a día, viven bajo el flagelo de la pobreza, la soledad y la falta de servicios médicos y medicinas.

La situación actual es propicia para celebrar la Navidad en la esperanza que ofrece la presencia de Dios con nosotros, y ante el hecho de que Jesús no se va a aparecer a curar nuestra lepra viral ni a repartir panes y pescados, somos los cristianos quienes como miembros del cuerpo de Cristo, debemos tender la mano solidaria a nuestros hermanos. Esa decisión de voluntad no debe limitarse a la época navideña, sino prolongarse como plan de vida personal y social en el mediano y largo plazo. De tal voluntad puesta en acción, depende en parte la instauración del Reino de Dios entre nosotros y si la presencia de Jesús y la experiencia de la pandemia no nos mueven a la conversión, entonces nada lo hará.

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