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Trumpismo sin Trump

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RENÉ DELGADO

Al parecer, final y felizmente, Donald Trump será defenestrado en medio de su histérico e histórico desequilibrio.

El fascista de medio pelo, el calvo de ideas, el adicto a la exageración, al odio y la mentira, el hombre tocado con un estropajo en la cabeza que humilló a Estados Unidos, aliados, socios y amigos y se ensañó con el contrario seleccionándolo a capricho, se va de la Casa Blanca, pero... deja el fantasma del malestar como una sombra negra.

El sátrapa ahora se conduce como un político standupero, desesperado por ocultar su derrota en un supuesto fraude y, así, escapar a su destino, al tiempo de mantener encendida la flama de su alma pervertida. Sin un nuevo repertorio de sandeces ni temor al mayor de los ridículos, Trump repite la rutina hasta el cansancio, incapaz de asumir la realidad: más de la mitad del auditorio le ha dado la espalda y lo abomina. Sí, con todo y su berrinche, Trump será echado. Se irá él, pero no las causas que lo encumbraron.

El gran desafío ahora no es rehacer cuanto deshizo, emprender la restauración de la normalidad en la escala internacional, regional y, desde luego, nacional. El reto es mucho mayor. Exige reducir el desfase entre la velocidad de la política y la economía, revisar el equilibrio entre Estado y mercado, recolocar el derecho frente al privilegio, dispersar en vez de concentrar el bienestar, contener la desesperación social y, por lo mismo, sacar a los políticos del salón y despegar a los economistas del pizarrón, así como renivelar las decisiones cupulares con las populares. De no reconocer el tamaño del reto en su justa dimensión, el fantasma de Donald Trump puede cobrar vida de nuevo.

Lo ocurrido en Estados Unidos no sólo ahí ha sucedido y no se corrige con sólo alternar turnos en el poder, a modo de revancha o de relevo. En más de una latitud es menester examinar el sentido del poder y el concepto del progreso. Continuar la senda seguida no garantiza la concordia social, la estabilidad política ni la unidad nacional y sí, en cambio, pone en un brete a la democracia y la civilidad. Esa ruta está agotada y, de no ensayar otra, el malestar prevalecerá, despidiendo cada vez más un penetrante olor a pólvora o a azufre.

***

La zafiedad de Donald Trump encontró eco porque supo detectar el malestar político-social y conectar con los molestos sin interesarse ni saber cómo asistirlos, pero sí cómo explotarlos.

Reconoció el hartazgo social ante los políticos "profesionales" que, en su presunto grado de especialidad, se apartan de la gente y, diciendo representarla y entenderla, la interpretan desde el prisma de su interés particular o convicción íntima. Cómo los partidos dejaron de servir a la ciudadanía para servirse de ella y, obviamente, enajenó a los republicanos su partido, ahondando la crisis en que desde hace tiempo aquellos se encuentran. La concentración de la derrama de beneficios económicos del neoliberalismo en unos cuantos, dejando fuera y a la intemperie a amplios sectores sociales, ansiosos por reinsertarse en serio o desquitarse al menos. La felicidad que genera la nostalgia por el pasado, aun cuando éste no haya sido como se recuerda o cuenta. El chantaje como una palanca eficaz en la extorsión política y los dividendos de arrodillar a quien se puede y deja, así como la importancia de construir enemigos grandes o chicos a fin de contar espectaculares o escandalosas historias de éxito, aun cuando éstas sean falsas, efímeras o inciertas.

Trump despertó resentimientos, ansias y miedos, no coraje para realizar sueños, sentimientos o anhelos... Nutrió el espíritu de venganza y soberbia, bajo el disfraz de realimentar la grandeza. Y deja por legado un país polarizado y profundamente dividido, donde su postura encuentra todavía base y eco, un respaldo social nada despreciable.

Al parecer, Trump se va, pero no el trumpismo que, sin constituir una ideología, expresa un malestar político-social acumulado y, por lo visto, más enfurecido que rebelde, carente de canales y opciones para transformar su situación y pensar en la reconciliación.

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La muy probable llegada de Joe Biden a la Casa Blanca aligera, pero no le quita peso al problema.

Conjuran en contra de su eventual y limitado mandato infinidad de factores. La falta de carisma, su condición política y edad. La duración del mandato. La polarización y división prevalecientes. Los múltiples frentes internacionales, regionales y nacionales abiertos... pero, sobre todo, la talla de la crisis subyacente que exige una solución profunda y no una reparación provisional.

El régimen político y el modelo económico, no sólo en Estados Unidos, reclaman un replanteamiento en serio. No basta desempolvar manuales ni viejas historietas, como tampoco insistir en que el mercado y la competencia son la poción mágica para aliviar sin resolver problemas. Hay un descuadramiento que, de encontrar las fórmulas y las ideas correctas, tomará tiempo reangular.

Biden habitará una Casa Blanca con un fantasma negro, donde la circunstancia exige actuar con rapidez, pero sin desbocamiento; de manera sensata, pero también con atrevimiento; con firmeza y flexibilidad... vista la fragilidad del momento.

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Hoy, a unas horas de saber qué sigue en Estados Unidos -donde la desesperación del zafio Donald Trump adquiere los ribetes de una amenaza-, más de un país se puede reflejar y advertir el laberinto donde se puede meter si, en el afán de avanzar, recorre caminos sin saber adónde va.

Todo indica que, pese a la histérica e histórica actitud, Donald Trump se va, pero deja un baúl abierto con un problema peligroso. Abrió el baúl, no lo supo vaciar ni cerrar.

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