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Transición

Sin lugar a dudas

PATRICIO DE LA FUENTE
“La vida es agradable. La muerte es tranquila. Lo malo es la transición”.— ISAAC ASIMOV

No obstante el interés que nos genera la política norteamericana, desde hace cuatro años muchos analistas y entusiastas entendimos que bajo los parámetros de hoy, aventurarnos a realizar pronósticos sobre el resultado de cualquier elección es muy complicado. El mundo está demasiado revuelto y boca arriba como para hacer predicciones sobre cualquier tema, ya no se diga ahondar en política. Además, si algo nos enseñó la llegada del coronavirus es que no podemos hacer planes a mediano y largo plazo porque tampoco el futuro ofrece demasiadas certezas y garantías.

Aunque Estados Unidos pierde influencia y poderío entre el concierto de naciones, su vecindad y cercanía con nuestro país genera interés y una suerte de dependencia psicológica. Creemos, quizá exageradamente, que lo que ocurre en Estados Unidos define el presente y futuro de México, cuando lo cierto es que deberíamos estar observando todo bajo una perspectiva global. Sin embargo, por costumbre, cercanía y dada su sofisticación política de antaño, muchos disfrutamos adentrándonos en lo que ocurre al norte de nuestro país.

No obstante, ni siquiera la frialdad y el pragmatismo de los números o saberse de memoria la composición del Colegio Electoral y el peso específico de los cincuenta estados que integran a la Unión Americana sirven de gran cosa para arrojar luz y poder vaticinar resultados. De lo que sí estamos ciertos a partir de lo que ocurrió en el año 2000 durante aquel inolvidable Bush vs. Gore es que ni Estados Unidos es la mejor y más perfecta democracia del mundo y que le urge un sistema electoral de avanzada. Hace cuatro años, en lo que resultó una de las noches más largas y confusas de la historia, Hillary Clinton vio esfumarse el triunfo que todos, incluida ella, dábamos por seguro. Donald Trump, quien entró a la contienda por diversión y bajo la premisa de que ganar era imposible, tampoco daba crédito a lo que ocurrió. Diversos historiadores que dieron cuenta de los sucesos de aquella noche consignan que Trump sufrió una suerte de crisis nerviosa y Melania, su esposa, no paraba de llorar víctima del terror y presa de la incertidumbre ante lo desconocido.

Dejando a un lado la intervención rusa en las elecciones, Trump resultó vencedor porque el establishment político tradicional ignoró, de manera sistemática, a las grandes mayorías silenciosas. El norteamericano promedio, anglosajón, protestante y blanco, acostumbrado a trabajar duro y a no quejarse, no solo se sintió desatendido por una clase política que dejó de representarlo, sino que también se vio desplazado por una sociedad multiétnica, el poderío comercial de otras naciones y el avance de un sistema tecnológico que privilegia a las máquinas sobre el capital humano. Trump supo hablarle a esa mayoría silenciosa y capitalizar su descontento y sueños truncos, pero también, a dicha mayoría nostálgica que pretende el retorno imposible a un pretérito que no volverá supo recordarle de la grandeza perdida y la posibilidad de reconquistarla.

Aunado a ello, el mundo en su conjunto parece haber desarrollado una suerte de aversión a la política y a los políticos tradicionales. Hoy, en vez de líderes y partidos apostamos a predicadores y preferimos la estridencia sobre los argumentos y el razonamiento. Nuestros referentes de antaño, Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Gorbachov, fueron sustituidos por una generación telemediática, adicta a las redes sociales, enamorada de lo inmediato, irracional, vociferante y poco apegada a la norma.

Sobre lo duradero y permanente le damos preferencia a lo efímero. Sin embargo, como a menudo sucede después de un brote de locura y desenfreno, eventualmente el mundo retoma sus equilibrios y vuelve a sus cabales. Cuando en tu desesperación has probado todo y ese todo te ha decepcionado, a la larga terminarás por regresar al origen de las cosas.

No me atrevo a vaticinar el resultado de la elección, pero sí advierto un fenómeno que ha probado ser cíclico y recurrente a lo largo de la historia. Lo llamo periodo de transición y generalmente ocurre cuando después de la tormenta se precisa sanar las heridas y olvidar las divisiones.

Ahí, transcurrido un cisma, afloran mujeres y hombres que quizá no cuenten con atisbos de grandeza ni aparentes cualidades de liderazgo, pero que resultan fundamentales para transitar de un periodo a otro sin mayores sobresaltos. Si caben las comparaciones, Estados Unidos ya ha vivido un deterioro institucional y una crisis de confianza sin precedentes. Después del absurdo que implicó Vietnam y tras la trama de Watergate y la posterior renuncia de Richard Nixon, Estados Unidos tuvo que echar mano de un personaje de transición.

Eso fue, en todos sentidos, Gerald Ford, un hombre que desesperado y urgido por dar carpetazo a uno de los periodos más oscuros de la historia reciente, declaró en televisión nacional que “la gran y larga pesadilla nacional había terminado”, después de otorgarle el indulto presidencial a un Nixon que de no haber sido por el patriotismo y capacidad pragmática de Ford, seguramente habría acabado en la cárcel.

Joe Biden no es ningún rockstar ni genera la adrenalina y sueños de Obama, pero cada vez más personas lo ven como el hombre de transición que necesita Estados Unidos para así dar carpetazo a años de descomposición institucional sin precedentes, comparable a lo ocurrido hace casi cincuenta años.

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