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De cómo el GPS de EUA dejó de funcionar en Medio Oriente

JORGE ALVAREZ FUENTES

Entre las múltiples interrogantes que suscita la próxima elección presidencial en EUA, fuera de las fronteras de esta gran nación, es la relativa a una posible y deseable recuperación del liderazgo estadounidense en el mundo post pandémico, si triunfa Joe Biden y llega en enero a la Casa Blanca una administración demócrata funcional y profesional. Al respecto, y vinculado con un importante coloquio académico internacional que se celebra en forma virtual, esta semana, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, destinado a reflexionar sobre el sectarismo y la justicia social a 10 años de las revueltas populares árabes, quiero compartir con los lectores de El Siglo de Torreón, de manera sintética, cómo, de acuerdo con mi experiencia y análisis, el GPS de los Estados Unidos dejó de funcionar en Medio Oriente. Fue a partir de los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la invasión de Irak en 2003, sin una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que Washington comenzó a tener una visión de túnel y a ignorar o descuidar asuntos fundamentales que venían teniendo lugar en la región. Aún cuando estaba muy atrás, prevalecía en la psique estadounidense el descalabro y la afectación de los intereses estadounidenses provocados por la revolución islámica en Irán.

Desde 2007 los gobiernos estadounidenses dejaron de comprender a cabalidad una serie de procesos en curso en los distintos países árabes, o hicieron cálculos equivocados y cortoplacistas sobre las distintas formas en que estaba evolucionando el nacionalismo árabe. Los gobernantes y comentaristas estadounidenses se obsesionaron con el islam político y sus riesgos, y vincularon a una estrecha explicación del fenómeno, una serie de amenazas fundamentales, muy concretas, las cuales identificaron -casi como una fijación o mantra- con el terrorismo. Sorprendentemente, en la toma de decisiones respecto de tan compleja región del mundo, en la que por décadas, los EUA ha sido la única superpotencia que venía jugado un papel preponderante, dejaron de incorporar, de manera constructiva, el conocimiento generado en sus instituciones académicas, en los centros y fundaciones estadounidenses de pensamiento estratégico, haciendo también a un lado relegando la vasta experiencia de sus diplomáticos profesionales, varios de ellos especialistas en el mundo árabe.

Las administraciones de George W. Bush se tornaron muy complacientes con los varios regímenes autocráticos, con sus aliados y socios locales y contemporizaron e hicieron negocios con muchos miembros de las élites económicas gobernantes, cortejándolos y se dejaron guiar por los lobistas de la industria militar. Los slogans vacíos en pro de cambios y reformas, las instrucciones con escasos fundamentos, acompañadas de respuestas o salidas rápidas, coyunturales, a las recurrentes situaciones de crisis, se tornaron más relevantes y constantes que los necesarios procesos meditados de toma de decisiones. Los americanos con sus acciones se pusieron a escoger a los ganadores y combatir bajo el agua a sus enemigos. El andamiaje institucional de las argumentaciones y posiciones multilaterales comenzaron a desacoplarse de las tareas bilaterales. La diplomacia estadounidense y la formulación de la política exterior para el conjunto del Medio Oriente, incluso para los países aliados como Egipto y Jordania, y otros, se fragmentó, volviéndose muy dependiente de la información y actuación de los aparatos de inteligencia y de seguridad, tanto en EUA como en la región.

Asimismo, el síndrome del bunker en Bagdad, la seguridad a ultranza de las misiones diplomáticas se impuso, manteniendo desde entonces a los diplomáticos de carrera estadounidenses muy aislados, con la frustración de un entorno adverso, plagado de riesgos y posibles amenazas, en medio de los crecientes sentimientos antiamericanos, impidiéndoles la necesaria interlocución plural, y la interacción con los actores tradicionales, conocidos, confiables, pero también con los emergentes, menos aun con los contestatarios.

Con la llegada de administración Obama se arraigó firmemente en la opinión publica estadounidense la aversión y rechazo a cualquier involucramiento militar, abierto en la región, con aprobación del Congreso, no obstante los colosales desafíos para los intereses estadounidenses en la región, derivados de las guerras y conflictos inter e intra estatales, con la participación de actores no estatales, ya fueran Hamas en Gaza, Hezbollah en Líbano -con su capacidad ofensiva en contra de Israel- o la formidable irrupción del llamado Estado Islámico que por un tiempo conllevó una partición y ocupación muy grave en Irak y Siria. El proyecto del Estado Islámico, con el tiempo, se convirtió en la más grave amenaza a la paz y seguridad internacionales, hasta su derrota, que no su eliminación.

El GPS estadounidense dejo de funcionar bien y debió resetearse frecuentemente para tratar de volverlo confiable, buscando lograr una nueva arquitectura de seguridad regional, a través de reformas y nuevas maneras de encuadrar las políticas: internacional, de energía y de defensa, justo cuando EUA cesaba su dependencia del petróleo de la región. Lo anterior en medio de un constante desarreglo institucional entre el Departamento de Estado, el de Energía, la Casa Blanca, el Consejo de Seguridad Nacional, el Pentágono, la comunidad de inteligencia, con múltiples problemas, diferencias y tensiones bipartidistas respecto de la internacional, y complicaciones con los comités en el Senado y las relaciones con el Congreso. Pero sobre todo el GPS estadounidense dejó de operar al dejar de ser el "honest bróker" hasta quedar atrapado en los dictados del lobby judío, con AIPAC a la cabeza, hasta ganar en Washington la política exterior de Netanyahu, cortesía de Trump.

@JAlvarezFuentes

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Escrito en: Editorial Jorge Álvarez Fuentes

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