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Todos trabajan para Putin

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Cuando Vladímir Putin asumió la presidencia interina de Rusia tras la dimisión de un agotado Boris Yeltsin el 31 de diciembre de 1999, el país más grande del mundo estaba entonces por cumplir una década tras la caída de la URSS, sumido en una crisis económica crónica, con el orgullo herido de vieja gran potencia, en medio de riesgos de fragmentación e inestabilidad por separatistas y terroristas y con la mira puesta en las elecciones presidenciales de 2000. Montado en el caballo de la mano dura, enarbolando la bandera de "patria, historia y religión" y con las promesas de hacer a Rusia fuerte de nuevo, asegurar el crecimiento económico y la prosperidad del pueblo, Putin ganó la elección con poco más de la mitad de los votos. Desde entonces, el exagente de la KGB ha gobernado su país, 16 años como presidente y cuatro como primer ministro, y no tiene intenciones de soltar el poder, para lo cual ha reformado la Constitución con la finalidad de reelegirse por dos sexenios más, tras la aplastante aprobación en un referendo celebrado en medio de la pandemia. Luego de dos décadas de creciente control político, con una Rusia que pesa de nuevo en el mundo, aunque con claras debilidades estructurales, Putin es hoy uno de los líderes que más acapara la atención. Admiración y odio, respeto y temor… son las reacciones que despierta entre políticos y ciudadanos comunes este mandatario que difícilmente deja a alguien indiferente.

Su régimen ha ido adoptando una actitud cada vez más extrovertida en materia geopolítica, y de mayor endurecimiento hacia el interior. Con unas Fuerzas Armadas renovadas y el arsenal nuclear más poderoso del mundo; con una decidida vocación de usar sus abundantes recursos energéticos lo mismo para comerciar que para presionar; con un aparato de inteligencia de gran alcance y fuertes capacidades tecnológicas; con un afianzamiento de su posición en Asia Central y un sólido acercamiento estratégico con China; con una convicción cada vez más clara de intervenir en aquellos lugares en donde se vean amenazados los intereses rusos, como en Ucrania, Siria, Libia y Venezuela, la Rusia de Putin despierta en Occidente recelo y desconfianza a la par que la necesidad pragmática de mantener una sana relación con ella. Para la Unión Europea, Rusia es el vecino incómodo fortachón al que hay que tratar de hacer "entrar en razón". Para EEUU, la visión raya en la esquizofrenia que va desde un presidente Donald Trump que nunca critica a Putin hasta un sector político que exige medidas más duras contra Moscú. Y hasta hoy, cualquiera de los escenarios parece favorecer al "zar".

Veamos si no. La anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014 y la abierta desestabilización promovida en el este de Ucrania derivó en sanciones diplomáticas y económicas de la UE y EUA que han servido más para justificar el discurso nacionalista y victimista de Putin que para debilitar su posición. Lo mismo ha ocurrido con las sanciones aplicadas por la acusación de injerencia electoral en EUA en 2016, o por los señalamientos del Reino Unido tras el intento de asesinato del exagente Serguéi Skripal en 2018 en suelo británico con Novichok, arma química de fabricación rusa. Estos hechos y castigos, aunados a las múltiples denuncias que hay de supuestos intentos por parte del Kremlin de interferir por medio de sabotajes cibernéticos o propagación de información falsa en procesos como el Brexit o Cataluña, y de eliminar a personas consideradas enemigas del régimen fuera de territorio ruso, como el caso de Alexander Litvinenko, oficial fugitivo de la extinta KGB envenenado con polonio-210 en Londres en 2006, han contribuido a crear un halo de omnipotencia y temeridad alrededor de la figura de Putin.

Y es que, por más que muchos en Occidente no tengan dudas de que la mano del jefe de Estado ruso está detrás de las operaciones señaladas, las pruebas no son contundentes, lo que impide a la comunidad internacional hacer una condena directa, amplia y efectiva. Para Putin, la ambigüedad funciona a la perfección: aún sin pruebas irrefutables para acusarlo formalmente, en el imaginario occidental se le cree capaz de hacer todo lo que le señalan, lo cual le aumenta la fama de temible e intocable que el mismo cultiva con su propaganda de "hombre rudo" que pasa el tiempo libre cazando en Siberia y sumergiéndose en aguas heladas, o que "experimenta" en su propia hija la primera vacuna registrada contra el COVID-19.

Algo parecido está ocurriendo con los casos del principal opositor del gobierno ruso, Alexéi Navalny, y las protestas sin precedentes en Bielorrusia. Los partidarios de Navalny acusan al Kremlin de intentar envenenarlo y los resultados clínicos del hospital de Berlín, Alemania, en donde es atendido, arrojan que se usó Novichok, lo mismo utilizado contra Skripal. Hasta el momento, nuevamente no existen pruebas contundentes que vinculen al gobierno ruso con el atentado, aunque todas las miradas apuntan al Kremlin. Una muestra más de la ambigüedad que favorece a Putin la dio la canciller alemana Angela Merkel, quien, si bien ha exigido con firmeza a Rusia una investigación transparente del ataque, se ha cuidado de no comprometer por ahora un multimillonario negocio de conducción de gas ruso a Alemania, Nord Stream 2, mientras que Trump siembra más dudas al decir que no tiene pruebas del envenenamiento, a la par de que ya se baraja una posible retirada de EUA de la OTAN, cada vez más hostil a Rusia. Puntos para Putin.

En el caso de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, "el último dictador de Europa", se había mostrado renuente a avanzar en una mayor integración política y económica con Rusia, pero las manifestaciones que han puesto en jaque a su régimen le han obligado a pedir la ayuda de Putin, a cambio de aceptar someter a Bielorrusia al control de su "hermano mayor", y ofreciendo incluso una supuesta grabación entre agentes polacos y alemanes que evidencia un treta para culpar al Kremlin de la afección de Navalny. Si a todo lo anterior sumamos que el principal beneficiado de la guerra comercial EUA-China ha sido Rusia, debido a que la hostilidad americana ha orillado a Pekín a estrechar lazos con Moscú, así como de las nuevas sanciones de Washington a Irán, competidor energético de la potencia euroasiática, no es exagerado decir que, en el nuevo desorden mundial, parece que todos trabajan para Putin.

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