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De tránsfugas, chaqueteros y chapulines

JOSÉ ANTONIO CRESPO

Creo que debiéramos dedicar un debate serio al transfuguismo, fenómeno que se ha dado desde siempre y que al parecer toleramos como algo normal y aceptable en la política. El tránsfuga es quién cambia de colectividad, ideología o partido, según el Diccionario de la Lengua Española. La motivación de eso es generalmente el oportunismo. Rara vez ocurre porque de verdad el tránsfuga haya sufrido una conversión ideológica, aunque ese es siempre el argumento que aducen. O bien responsabilizan a su hasta entonces partido de haber traicionado los principios originales y se van al partido que (según ellos) realmente los encarnan.

Con los tránsfugas, el partido receptor olvida las críticas o acciones en contra suya si es que ahora hace voto de constricción y aporta algo (votos, contactos, clientelas, dinero, etcétera). Hemos visto que López Obrador no perdona no estar de su lado, pero puede perdonar trayectorias cuestionables, fraudes electorales y corrupción si de pronto ofrecen lealtad a su movimiento. Morena está formado esencial aunque no exclusivamente por tránsfugas reciclados de los partidos villanos y conservadores, pero al cruzar el Ganges quedaron redimidos. Desde luego el fenómeno abarca a todos los partidos. Es algo inevitable, parte incluso de la libertad individual, pero quizá sí podría legislarse sobre los cargos de representación legislativa, que cuando el titular (o suplente en su caso) se pasan a otro partido (por compra, intimidación o simple conveniencia política) a cambio de su voto y su curul (que sirve para engrosar bancadas, ocupar comisiones, distribuir cargos de mando), estamos ante una estafa política al electorado.

Desde luego, suele asumirse que la gente vota por el candidato más que por el partido. Pero en la gran mayoría de los casos se vota por el partido, lo que representa, su plataforma legislativa, o incluso como contrapeso o castigo a otros partidos. Y aún si se conoce al candidato (rara vez ocurre) se vota por él en función del partido al que pertenece. Así, cuando los electores votan por ejemplo por Morena, por su proyecto, o por su rechazo al PRI y al PAN, si su "representante" se cambia a alguno de esos partidos (el caso de Lilly Téllez), traiciona a sus representados. Y a la inversa; quienes votaron por legisladores de la oposición lo hicieron por sus plataformas o como contrapeso al partido mayoritario. ¿Tienen derecho los legisladores a echar abajo el sentido del voto? Me parece que no.

Habría que discutirlo, y preguntar qué normas podrían evitar o sancionar ese hecho. Una podría ser que si un legislador cambia de partido, perderá su curul (en cuyo caso mejor no se irá). Y si bien, aun así puede votar con otros partidos (voto de conciencia) al menos no cambiarán las bancadas (con las consecuencias que ello tiene en la distribución de cargos, fondos y comités parlamentarios). Al menos sería un coto, un freno mínimo de respeto a los electores que votaron por esa opción. Una tesis que promovió Hans Kelsen hace años (Esencia y valor de la democracia, 1977), y aplica en por ejemplo Checoslovaquia y Portugal. O bien cuando un legislador pretendiera cambiar de partido, podría abrirse un proceso de revocación de mandato; si lo aprueba es señal de su la mayoría de sus electores está de acuerdo con el cambio, y se lo reprueba abandona su curul a favor de su suplente, el cual estaría sujeto a la misma norma.

Profesor afiliado del CIDE

Twitter: @JACrespo1

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