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El sol se pone en Occidente

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Cada solsticio de verano es una buena oportunidad para dejarnos sorprender y recordar uno de los hitos científicos más importantes de la historia. Alrededor del año 240 a. C., en la Alejandría del Egipto de los Ptolomeos, Eratóstenes se convirtió en la primera persona en calcular la circunferencia de la Tierra. El matemático, astrónomo y geógrafo griego se valió de observaciones sistemáticas de la sombra que ciertos objetos proyectan al mediodía del solsticio de verano en distintas latitudes, y de un método trigonométrico que él mismo inventó. Sin más instrumentos que su conocimiento, inteligencia y algunos materiales de apoyo, Eratóstenes logró calcular la circunferencia del planeta con un error de unas cuantas decenas de kilómetros. Para él era un hecho irrefutable que la Tierra era esférica o esferoide y no plana, como algunos creían entonces. Y lo era para muchos filósofos y científicos anteriores a él, entre ellos, Aristóteles, quien a partir de una aguda observación logró aportar las primeras pruebas de la curvatura de la superficie terrestre. El cálculo de Eratóstenes, muy cercano al logrado actualmente con instrumentos tecnológicos avanzados, fue un gran salto en siglos de estudio y razonamiento que han sido determinantes para el progreso científico de la humanidad. Ni Eratóstenes, ni Aristóteles, ni quienes les precedieron o sucedieron fueron infalibles; en sus planteamientos también se encuentran imprecisiones que, no obstante, han sido superadas o corregidas por otros pensadores o investigadores serios. Así es como se construye el conocimiento. Pero en el caso de la característica esferoidal de la Tierra-y muchos otros descubrimientos- los estudios científicos geodésicos y astronómicos modernos la han confirmado.

No obstante, hoy, 2,260 años después del hito de Eratóstenes, no sólo hay personas que, contra toda lógica, siguen creyendo que la Tierra es plana, sino que han encontrado eco en las redes sociales para sumar cada día adeptos a sus disparatadas aseveraciones. No se trata de un fenómeno inofensivo, gracioso, ni mucho menos aislado. Forma parte de una larga serie de planteamientos acientíficos o contracientíficos masificados que, en conjunto, tienden a socavar la confianza en el conocimiento y los avances de los dedicados a las ciencias, y a esparcir la confusión en la sociedad. En la lista bien podemos citar, acompañando al terraplanismo, al negacionismo del holocausto, al negacionismo del calentamiento global, al movimiento antivacunas, y, más recientemente, al negacionismo de la pandemia. Ninguno es inofensivo, repito, porque su propagación masiva socava la confianza en la evidencia científica y obstaculiza la construcción de soluciones a los grandes problemas sociales de nuestro tiempo. Los partidarios de estas "corrientes" aprovechan el esquema de libertades y las tecnologías soportadas, paradójicamente, en los avances seculares y científicos, para esparcir su ignorancia bajo el argumento de la diversidad de "opiniones". Pero ellos confunden opinión con hecho. Una opinión puede y debe someterse a discusión, un hecho comprobado científicamente una y otra vez, no. Y para sumar adeptos a su causa, construyen teorías de la conspiración en las que, por lo que dicen, estarían involucrados miles de millones de personas en todo el mundo a lo largo de cientos de siglos. Un despropósito completo.

Lo más grave es que entre los difusores de mentiras y absurdos disfrazados de opinión hay también mandatarios y políticos, quienes, con tal de no modificar sus agendas o para ocultar la ineptitud de sus gobiernos y partidos, difunden sin pruebas teorías conspiracionistas sobre la pandemia o niegan la gravedad de la misma pese a que ha cobrado hasta ahora, oficialmente, la vida de más de 470,000 personas, ha contagiado a más de 9 millones en todo el orbe y que, lejos de ralentizarse, se está acelerando. Pero más allá de la desastrosa gestión política de la pandemia de COVID-19, vemos que la desatención a las advertencias de los científicos de la salud, la falta de previsión en los sistemas sanitarios públicos y el descuido de los presupuestos para el fortalecimiento de la seguridad social han ido de la mano del incremento del populismo en el mundo. Porque el registro histórico de las advertencias indica que desde por lo menos la primera década del presente siglo se contaba con elementos para asegurar que la propagación de un virus podía golpear a un mundo cada vez más globalizado, pero también más frágil. Y los que pudieron hacer algo para aminorar el golpe, no lo hicieron. Por el contrario, disminuyeron en general las capacidades de los servicios de salud demostrando una visión cortoplacista y pensando más en términos de elección que de generación.

La historia nos ofrece ejemplos de cómo la aplicación oportuna de los avances científicos y la inversión de recursos en la salud pública rinden frutos, incluso en épocas tan antiguas como la de la hegemonía árabe. Fue en Bagdad, Damasco y El Cairo hace mil años, aproximadamente, en donde surgió el hospital bajo el concepto que conocemos. Peter Watson, en su libro Ideas: historia intelectual de la humanidad, habla sobre cómo los líderes musulmanes, con todo y la pesada carga religiosa de la sociedad, no escatimaron esfuerzos para construir sistemas sanitarios en donde la higiene pública, la especialización, el aislamiento de pacientes con cuadros infecciosos, la investigación, la farmacopea e, incluso, la revisión médica en las prisiones para detectar enfermedades contagiosas, eran actividades comunes. Es la época de Al-Kindi, Abulcasis, Razhes, Avicena y Avenzoar. No es difícil suponer que, debido a este cuidado, y pese a tratarse de un mundo de alto intercambio comercial y muy conectado desde la península ibérica hasta la India, no se tiene registro de pandemias graves durante el período que va del siglo VIII al XIII, como sí ocurrió antes, en el siglo VI, y después, en el XIV, con la peste bubónica. Cabe mencionar que, en ambos casos, se trataba de mundos también muy conectados, pero en plena descomposición política, y que carecían de la visión y los recursos para el fortalecimiento de la sanidad pública, como sí los tuvo el mundo musulmán, que recuperó e incorporó a su civilización buena parte del conocimiento alcanzado en el mundo grecolatino, conocimiento que en Europa se perdió durante los primeros siglos de la llamada Edad Media. Esta historia nos demuestra que el progreso científico y su aplicación práctica no son lineales, que siempre puede haber retroceso, y que mucho tiene que ver en ello el escaso o abundante interés que pongan los líderes políticos en el cuidado y difusión del conocimiento y en la construcción de la confianza pública en el cultivo de una ciencia al servicio de la sociedad. En este sentido, el sol hoy se pone en Occidente, literal, etimológica y metafóricamente.

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