"No se puede organizar la tristeza", sentenció César Luis Menotti en una entrevista reciente. Los tiempos que corren han puesto de manifiesto cómo la sola insinuación de organizarla duele una barbaridad. Es una pretensión descomunal. En cambio, lo que sí hemos organizado por siglos es la felicidad o, si se prefiere, ciertas ideas de felicidad. Incluso las narrativas de sentido personal y colectivo mayoritarias han estado fincadas en la aspiración de felicidad, no en el deseo de tristeza.
Tanto ha sido así, que la enorme economía del ocio tiene como sustento principal el haber hecho de ciertas ideas de felicidad una economía. Hay ciudades enteras construidas sobre ideas de felicidad parientes de la euforia, la fiesta de los sentidos y la carcajada. Las antiguas celebraciones atléticas hoy son industrias globales del espectáculo deportivo. La música otrora reservada para halagar el oído cultivado dentro de la discreción del templo o las cámaras palaciegas es en la actualidad un desfile continuo de presentaciones en plazas y estadios abarrotados. En resumen, la organización de las ideas de felicidad ha sido un proceso aparejado con la construcción de un andamiaje económico que ha logrado penetrar cada rincón del planeta.
Pero incluso más allá de la estructura económica vinculada a la organización de la felicidad, también nos hemos inventado un montón de rituales, fechas, conmemoraciones y demás para juntarnos a compartir días de felicidad y alegría. Y lo organizamos bien en todos sus detalles. En el calendario se establece la fecha; en la ley de dispone el marco que permita liberar ese tiempo; disponemos qué tipo de comida es la adecuada para tal o cual celebración; qué regalos deben procurarse y hasta el color de los adornos tenemos previsto. Organizamos la felicidad. Hemos hecho de la especie una proclive a las ideas de felicidad y a su procuración permanente y a toda costa.
Por eso el desconcierto que ahora atravesamos. De pronto alguien desconectó la energía y nos quedamos sin música para la fiesta y hasta amenazados por un riesgo invisible pero que no se detiene ante la vida, al contrario, en muchos casos se la lleva sin pudor. La pandemia ha hecho que miles de millones de personas debamos ajustarnos a encierros desde estrictos hasta insinuados y asumamos como habitual los cubrebocas y el no saludar de mano. Pero también ha propiciado que, lentamente, poco a poco, la tristeza sorprenda con su arribo. Como humedad silenciosa se apodera de emociones y conversaciones.
Últimamente, conforme vamos acusando testimonio de las consecuencias que esta pandemia ha traído consigo, he escuchado en llamadas, mensajes y reuniones a distancia que luego de hablar acerca de las medidas de los gobiernos, el desconcierto ante la desorganización y demás, las charlas van derivando en momentos para compartir sentimientos acerca de lo que pasa. Y cada vez es más común reconocer que la situación está provocando tristeza. Desde el dueño de un restaurante que ya no tiene para pagar la nómina de sus quince empleados y que veinticinco mil pesos de préstamo no le ayudarán en la decisión acerca de la viabilidad de su negocio, hasta la hotelera que se pregunta si en doce meses podrá recuperar lo que pague con tal de mantener con ingreso a sus colaboradores. Y cabe pensar en las múltiples historias que se están tejiendo en hogares que de suyo vivían al día en un país cuyas mayorías tienen reservas monetarias para unas cuantas semanas y no más.
Se vale estar triste. Se vale que la suma de decepciones por la incapacidad institucional para enfrentar con verdad y de mejor manera esta emergencia provoque enojo y tristeza. Se vale que ante la pérdida gradual de un patrimonio construido en años y la dificultad para encontrar vías de reinvención por la incertidumbre global y local la tristeza le gane a cualquier otro estado personal. Se vale que la impotencia por no poder atender a los hijos y al trabajo y al sustento tenga como secuela emociones tristes. Se vale que en una columna en un espacio editorial de política y economía se escriba sobre la tristeza si, al fin y al cabo, gran parte de la economía son emociones: confianza, desconfianza, euforia, etcétera.
La historia nos dice que la tristeza no es la última palabra. Pero es importante procurar la empatía con los estados de las personas, porque esta pandemia no ha dejado ningún ámbito de la vida sin golpear.