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Incertidumbre y desconfianza

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Una de las sensaciones más comunes en estos días es la incertidumbre. Y no es para menos. Desde finales de enero vivimos uno de esos fenómenos que solo se presentan una vez en generaciones, pero potenciado por el alto grado de conexión e interdependencia globales. A la inquietud que provoca en el ámbito de la salud la pandemia de COVID-19 se suma la zozobra por una inminente crisis económica y social que, de acuerdo a las proyecciones basadas en el análisis de la realidad, se antoja la más profunda en décadas. Pero existe un ingrediente que está incrementando aún más los niveles de incertidumbre: la desconfianza, sobre todo, en el ámbito de lo público, de lo común. Por sí mismo, el fenómeno de la pérdida de confianza hacia los poderes legítimos establecidos merece una atención detallada y, en una primera mirada, es posible apreciar que, si bien no se trata de algo nuevo, sí se ha hecho más evidente en medio de la pandemia y está afectando las capacidades para enfrentar este desafío multidimensional. Y ante la imposibilidad de saber con certeza qué rumbo tomará el mundo y cada una de sus partes en los próximos meses y años, un ejercicio válido y orientador es revisar lo que ha ocurrido durante y después de otras pandemias.

¿Qué nos puede decir la historia de las pandemias respecto a la falta de confianza e incertidumbre que aquejan a la sociedad? De inicio, hay un aspecto que parece trivial, pero que refleja de alguna forma el espíritu de las épocas: el nombre que se termina imponiendo a las pandemias. Los elementos con los que se identifican las pandemias ponen de relieve aspectos preponderantes del tiempo en el que se expandieron. Veamos como ejemplos los casos de los siglos II y III. Bajo el reinado de los antoninos (96-192), el Imperio Romano alcanzó la cúspide de su poder y un desarrollo civilizatorio que es reconocido por muchos de los historiadores más serios. Las capacidades del estado romano, que eran amplias en todos los sentidos, lograron imprimir a toda la región de Mediterráneo una unidad política, social y económica no vista hasta entonces. Era, junto al Imperio chino de los Han, la principal potencia de una época en la que las conexiones se daban por tierra, con una extensa red de carreteras, y por mar, con una miríada de puertos que se extendían desde el Mediterráneo hasta el Índico. La fortaleza institucional y un liderazgo político asertivo que inspiraba confianza, permitieron a los gobiernos gestionar de la forma más adecuada posible la crisis provocada por la propagación de un virus, probablemente de viruela o sarampión. Por eso hace sentido que a la pandemia se le conozca como peste antonina, es decir, con el elemento más reconocible de la época.

No ocurrió lo mismo durante la pandemia del siglo III, cuando el Imperio Romano se encontraba sumido en una profunda crisis sistémica y con una inestabilidad política que se reflejó en el hecho de que durante medio siglo se sucedieran un emperador por año. El virus golpeó a Roma con una autoridad imperial mermada, unas instituciones resquebrajadas y con las defensas de todo tipo abajo. El paganismo, el conjunto de creencias religiosas que daban sustento ideológico al Estado, se encontraba en franco repliegue frente a las religiones místicas y trascendentales de Oriente, entre ellas, el cristianismo. A pesar de las grandes persecuciones, los cristianos pudieron expandir su fe por todo el imperio y ganar adeptos entre quienes ya no encontraban cobijo espiritual en las tradiciones religiosas vinculadas al poder. En medio del caos provocado por la pandemia, la autoridad imperial no contaba ya con las capacidades ni el liderazgo del siglo anterior para hacer frente crisis. Fue entonces que de los círculos cristianos surgieron las acciones que ayudaron a organizar a la sociedad para brindar ayuda a los enfermos y sus familias, y construir una red de respaldo para superar la penuria y la depresión social. Este protagonismo dio al cristianismo el impulso que a la postre, y gracias a otros factores, lo llevaría a convertirse en el siglo IV en la religión del imperio. La incertidumbre y falta de confianza provocadas por el vacío de poder imperial fue resuelta por la presencia de un nuevo actor: la comunidad de la fe cristiana. Por eso no resulta extraño que esta pandemia lleve por nombre Plaga de Cipriano, en referencia al obispo de Cartago que atestiguó y documentó la enfermedad, a pesar de que muy probablemente era la misma que azotó al Imperio en el siglo II. Pero otra lección es que, para cuando la autoridad formal recuperó el control, lo hizo con un fuerte componente de autoritarismo y despotismo, y en alianza con el nuevo poder institucional de la naciente iglesia.

Hoy vemos que, como en el siglo III, no es del ámbito político de donde está surgiendo la confianza que se requiere para hacer frente a la crisis. Basta ver lo que ocurre con los mensajes contradictorios, contrastantes y hasta absurdos que emiten presidentes, primeros ministros y gobiernos en general. Entre las cosas que ha puesto en evidencia la actual pandemia es, con sus excepciones, la pobreza y limitación de la generación política que gobierna en buena parte del mundo democrático. En medio de esta realidad, no es extraño que exista cada vez más tolerancia y aceptación a las formas autoritarias de regímenes como China y Rusia, los cuales se ofrecen como soluciones verticales más efectivas y alternativas al caos y la falta de confianza que priva en las democracias occidentales. Resulta sintomático que es del ámbito corporativo privado de las grandes empresas tecnológicas de donde están surgiendo las señales de liderazgo y confianza, llenando los vacíos dejados por el poder político. Pero es imposible no vislumbrar una alianza entre estados renovados en el autoritarismo y ese sector corporativo que puede brindarles mayor capacidad de control y vigilancia sobre la población. Es decir, los gigantes tecnológicos cumpliendo hoy el rol que la iglesia cristiana desempeñó en la antigüedad tardía. Mientras tanto, la incertidumbre crece imparable, al igual que la pandemia bautizada con un código abreviado (COronaVIrusDisease 2019, COVID-19) que, por cierto, se parece más a un comando de programación computacional que a una enfermedad humana.

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