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Primeros impactos de la pandemia

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Mientras en México aguardamos el golpe más fuerte del Covid-19, en el mundo ya se sienten con fuerza los primeros impactos globales, de carácter histórico, de una pandemia que está acelerando los cambios políticos, sociales, tecnológicos y económicos observados con mayor claridad en la década que termina. Con el ánimo de contribuir al debate sobre la crisis multidimensional que vivimos desde varios ángulos, y sin afán de ser exhaustivo,describo algunos de esos impactos.

Lo primero a notar es la debilidad en la prevención sanitaria con la que el Covid-19 coge a un mundo hiperglobalizado, sí, pero en plena desarticulación sistémica. La colaboración internacional de las tres primeras décadas de la postguerra para erradicar enfermedades infecciosas que mataban al año a millones de niños y adultos, hoy es la excepción y no la regla. Dos factores resaltan la negligencia global en este aspecto: primero, la advertencia reiterada de la Organización Mundial de la Salud desde hace años de la inminencia de una pandemia como la que ahora estamos viviendo; y segundo, la aceleración de la movilidad y el transporte que ha hecho que una persona de nivel medio hacia arriba pueda estar en cualquier parte del mundo en cuestión de horas, sin que esta veloz conectividad haya sido acompañada de un sistema adecuado de coordinación sanitaria internacional para la prevención de pandemias. Lo que se logró en los protocolos de seguridad en aeropuertos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, no se consiguió en materia de salud pública global. El resultado de esta doble negligencia salta a la vista de todos ahora: una capacidad de reacción desarticulada con tasas de letalidad diferenciadas y altos grados de saturación de los servicios sanitarios que impiden un freno rápido de la enfermedad. De poco sirve el avance científico de nuestra era si no va acompañado de políticas públicas de coordinación internacional.

Esto nos lleva a cuestionarnos el modelo de globalización que se expandió tras la caída del Muro de Berlín bajo la égida de Estados Unidos. Una globalización que privilegió la práctica desaparición de las fronteras para los flujos de capital por encima el desarrollo equilibrado para todos los países del orbe; y aligeró los controles para la movilidad de turistas, inversionistas y trabajadores cualificados, pero mantuvo las garitas (con más o menos dureza) para los migrantes por necesidad y carentes de papeles. La intensa movilidad de capital de países desarrollados a naciones emergentes propició en parte una desindustrialización de los primeros que dejó a muchos integrantes del sector obrero sin trabajo, mientras el sector financiero crecía en burbujas gracias a la desregulación que, a la postre, reventó en una severa crisis a finales de la década pasada. La pauperización de la clase trabajadora y el crecimiento de la desigualdad se convirtieron en campo fértil para el populismo nacionalista y xenoaporofóbico que construye la excusa de que las naciones extranjeras y/o los inmigrantes pobres tienen la culpa de los males que golpean a un país. La consecuencia ha sido la creciente desconfianza entre estados y, en suma, la fractura del orden internacional. El desorden mundial es evidente en guerras de todo tipo, competencias chapuceras y falta de articulación para atender los desafíos globales, como el cambio climático y la prevención de las pandemias.

En este escenario, la democracia liberal ha ido retrocediendo en favor de los desplantes autoritarios que abogan por una disminución de las libertades individuales para incrementar las capacidades del poder coercitivo estatal. Pensemos un momento en las medidas aplicadas para frenar el coronavirus: cierre de fronteras, suspensión de vuelos, restricción de la circulación en el espacio público, confinamiento; es decir, un estado de sitio de facto que hoy afecta, en mayor o menor medida, a más de 1,000 millones de personas en el mundo. Se trata de medidas desesperadas ante el avance imparable de la enfermedad y que hoy se ofrecen, y se piden desde la ciudadanía, como estrategias obligadas. Pero, hay que decirlo, si dichas estrategias extremas y verticales son hoy "estrictamente necesarias" es porque los gobiernos de los países del mundo no hicieron lo que les tocaba cuando podían y debían hacerlo. Llama poderosamente la atención que frente a la confusión y desarticulación que priva en el Occidente democrático, la visión autoritaria de Chinase muestre cada vez más como la salida más eficiente a la crisis. Hoy la gente parece más dispuestaa renunciar a su libertad en aras de mayor seguridad y certidumbre.

Y es precisamente en este contexto que la disputa geopolítica entre Estados Unidos y China en vez de disminuir, ha crecido en medio de la pandemia. Ambas superpotencias se han señalado mutuamente como responsables de esta crisis multidimensional. Mientras Trump le ha impuesto la "nacionalidad china" al virus, funcionarios de la nación asiática han esparcido la teoría conspirativa de que el SARS-CoV-2 llegó a Wuhan por un soldado estadounidense. Y los errores del presidente americano, al actuar de forma unilateral frente a la contingencia y hacer a un lado a sus antiguos aliados europeos, están siendo aprovechados por China para mostrarse en medio de la catástrofe como la potencia "amiga" que ha logrado "vencer" al coronavirus. Las solicitudes de apoyo y los agradecimientos hacia Pekín se multiplican en una Europa comunitaria en la que, por primera vez desde la creación de la Unión Europea, resurgen los controles fronterizos. La guerra comercial y tecnológica entre EEUU y China está teniendo hoy su réplica en una guerra científica e ideológica por conseguir primero la vacuna y enseñar el mayor músculo de capacidades y recursos. Esta nuevo frente geopolítico oculta una realidad innegable: ni China, origen hasta ahora confirmado del virus, ni Estados Unidos actuaron a tiempo para frenar la escalada epidémica en sus territorios. Pero bajo esta lucha de gigantes, hay otra disputa: la guerra del petróleo que sostienen Rusia y Arabia Saudita con el fin de acaparar las mayores cuotas del mercado y dejar al margen a los productores norteamericanos que venden su crudo más caro por el fracking. El desplome de los precios del hidrocarburo responde a una estrategia de Rusia para, en una especie de carrera de resistenciaal negarse a recortar la oferta para mitigar la caída de los precios, salir de la crisis como la primera potencia energética del planeta.

Por último, pero no por eso menos importante, está el impacto en la economía. El turismo y la producción de ciertos bienes y servicios son los sectores más afectados por la parálisis ocasionada por la pandemia. Las cadenas internacionales de proveeduría y distribución de artículos no indispensables se han suspendido, al igual que el flujo de turistas. Este freno provocará una contracción económica en todo el mundo, que será más severa en aquellos países cuya economía está más ligadaa esos sectores tradicionales, como es el caso de México. La profundidad de dicha contracción dependerá del tiempo que dure la parálisis yde la gravedad de la misma. No obstante, el sector de la economía 4.0, basada en servicios digitales, big data e inteligencia artificial, es posible que no se vea tan afectado. Incluso, podría tener un incremento relativo en el período de la contingencia. Basta ver cómo se han multiplicado las recomendaciones de uso de las tecnologías de la información para sustituir de alguna manera los servicios de la economía tradicional. Y, en este sentido, los países que han incrementado en los últimos años la participación de la industria 4.0 en su economía bajo el paradigma de investigación, desarrollo e innovación, podrían tener menos problemas para recuperarse que los que siguen anclados al modelo tradicional. La pandemia puede ser el catalizador definitivo de la transformación económica mundial y del surgimiento de un nuevo liderazgo global, un terreno en el que China le disputa ya a Estados Unidos el primer puesto.

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