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Tensión y choque, signos de cambio

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Seguramente no son pocos los que, de forma consciente o inconsciente, se sienten inquietos en estos días por la evidente confrontación social y la polarización política que llenan el espacio público virtual y real. Y esa inquietud es natural, dada la falta de comprensión generalizada sobre lo que en el fondo está ocurriendo. Por eso es importante acercarnos a los planteamientos de estudiosos que, desde una perspectiva histórica, económica, social y científica, han intentado explicar los cambios que experimenta nuestro orbe. Y una de las explicaciones académicas más completas de las transformaciones que vivimos viene del enfoque del análisis de los sistemas mundiales, que ya he citado en este espacio, y que ha sido desarrollado principalmente por Immanuel Wallerstein, Janet L. Abu Lughod, Andre Gunder Frank, Andrei Korotáyev y, más recientemente, Giovanni Arrighi, sólo por mencionar algunos. Es necesario insistir en este enfoque no para comprarlo como verdad absoluta e inamovible, sino como una valiosa aportación al debate de lo que nos ocurre hoy como sociedad.

De acuerdo con las últimas actualizaciones de esta corriente de pensamiento analítico, lo que atestiguamos en todo el mundo es el colapso de las estructuras de una hegemonía decadente sin que exista aún claridad respecto a la nueva hegemonía que vendrá a sustituirla. La manifestación más evidente de dicho colapso está en el ámbito de las relaciones internacionales. La competencia entre potencias de pasado y presente imperialista es un hecho irrefutable hoy que se hace presente en las tensiones y enfrentamientos que se desarrollan en prácticamente todo el mundo. La hegemonía estadounidense ya no es indiscutible y cuenta con serios rivales en todos los ámbitos, incluso dentro del grupo de estados que antes consideraba sus aliados más leales. Pero hay otra manifestación, cada vez más evidente, del desajuste provocado por el colapso de las estructuras del antiguo orden, y es el aumento de la conflictividad social dentro y fuera de los estados nacionales, producto de la polarización engendrada por las desigualdades y los derechos negados del orden decadente. Y esa conflictividad se refleja hoy principalmente en tres ámbitos de la vida pública: género, identidad y trabajo.

Si bien ha habido avances en materia de derechos políticos y laborales de las mujeres en los últimos 60 años, la equidad entendida como igualdad de oportunidades económicas y de acceso a la seguridad y justicia no ha sido plena debido a que en la mayoría de los países las estructuras patriarcales y su manifestación más extrema, la violencia machista, se conservan. Una violencia que cuesta miles de vidas y deja un profundo social. La tensión actual viene de la resistencia de quienes defienden las viejas estructuras basadas en la visión masculina del mundo, y del empuje de quienes luchan por romperlas para dar paso a nuevas estructuras en donde la violencia y discriminación de género ya no sean la generalidad sino la excepción. Entre mayor sea la resistencia a cambiar las estructuras, más fuerte será la protesta para obligar al cambio. Y el gran riesgo no viene de la manifestación de quienes buscan acabar con la inequidad, injusticia y violencia por causa de género, sino de aquellos que han comenzado a reaccionar con más inequidad, injusticia y violencia, desde el polo de las viejas estructuras, para tratar de mantener el status quo y conservar sus privilegios. Basta ver el encumbramiento de políticos afines a la misoginia y al machismo en varios países, incluso del Occidente liberal.

La identidad es también un foco de tensión, y tiene que ver con la lucha de amplios sectores de la sociedad que por cuestiones raciales y culturales se han visto marginados, ignorados, rechazados. Y esta realidad tiene varios rostros. Uno de ellos es el de los pueblos originarios en América, por ejemplo, que siguen siendo víctimas del racismo derivado de las viejas estructuras coloniales que se mantienen vigentes en la ideología de los grupos que gobiernan los estados nacionales. Otro rostro es el de la migración de quienes, debido a un orden internacional injusto, a la violencia criminal (México y Centroamérica), la guerra provocada por potencias extranjeras (Siria) o los gobiernos sometidos a los intereses de las potencias globales, tienen que salir de su país en busca de supervivencia y una mejor calidad de vida. Son los ciudadanos "sin ciudadanía", sin derechos, que se encuentran en un limbo legal y que son estigmatizados, negados, criminalizados, asesinados. El riesgo principal de esta tensión no es la migración en sí ni la postura de los defensores de los derechos de los migrantes, sino la reacción de quienes se aprovechan del prejuicio, la desinformación y el miedo para fomentar ideologías ultranacionalistas, "xenoaporofóbicas" (rechazo al extranjero pobre) y racistas. Un rostro más está en el regionalismo identitario que mueve a grandes sectores de la población a buscar independencia y autonomía (Cataluña, Reino Unido, Hong Kong, Kurdistán) como alternativa a lo que consideran un régimen injusto. En este contexto, el nacionalismo aislacionista e insolidario está adquiriendo fuerza en todo el mundo.

Por último, en el ámbito del trabajo también hay fuertes tensiones. Una de ellas es la que se da entre quienes no han logrado incorporarse con solvencia y estabilidad al mercado laboral o que han dejado de pertenecer a él. Aquí, el trasfondo es que el gran capitalismo global está sustentado en la disparidad de oportunidades, dentro de y entre países, para aumentar de forma permanente su rentabilidad. Las mismas élites de las potencias que hace 40 años promovieron la apertura comercial y económica hacia los estados del tercer mundo para bajar sus costos de producción e incrementar sus utilidades, son las que hoy promueven el proteccionismo ya que el esquema anterior les ha dejado de favorecer exclusivamente a ellas. Los trabajadores de la mayoría de los países occidentales han visto disminuir sus prerrogativas y estabilidad en las últimas décadas, situación que ha sido aprovechada por los políticos reaccionarios y conservadores para alimentar los prejuicios y el miedo al otro. Pero hoy el principal problema es el desplazamiento de la mano de obra humana por la automatización, no por la llegada de inmigrantes que desempeñan labores que los residentes ya no ejercen, por salarios y condiciones laborales que los residentes no aceptarían. El riesgo no está en las personas que demandan trabajo o mejores condiciones laborales, sino en la reacción de la élite capitalista que quiere seguir creciendo sus ganancias a toda costa.

En suma, vivimos tiempos de tensión y cambio, de conflicto social y colapso de viejas estructuras. Seamos conscientes de una realidad histórica: ninguna transformación ha estado completamente exenta de agitación y violencia. La violencia estructural de los regímenes que se resisten a caer suele engendrar otras violencias. Hay que estar atentos a cuán fuerte será la reacción de las viejas estructuras, porque de ella depende lo turbulento y estresante que puede ser la transformación. Y hay que estar atentos también a cuáles serán esas nuevas estructuras que sustituirán a las de la hegemonía en declive.

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